Opinión de Josep Asensio: ‘Vidas vacías’

A veces parece increíble que encontremos en nuestro camino personas a las que les importa muy poco o nada lo que les sucede a los que les rodean. Son tan intrínsecamente egoístas que carecen de la bondad que otros sí estarían dispuestos a aplicar con ellos. Pasan por este mundo sin pena ni gloria y son incapaces de aportar ni un ápice de felicidad a sus amistades o vecinos, que finalmente optan por la indiferencia aún a pesar de ir contra sus propios principios.

Hace unas semanas encontré a un amigo que me explicó lo que le pasaba con unos vecinos con los que tenía una relación que rayaba la paranoia. Éstos habían comprado el piso contiguo al suyo y ya desde un primer momento pudo percatarse de reacciones que no encajaban en la vida de una comunidad de veinticinco vecinos. Al margen de su insociabilidad, completamente respetable, creían que mi amigo era el culpable de todos sus males vecinales. Si aparecía el buzón manchado o rayado le culpaban; si una paloma cagaba en el balcón, también. Éste y otros ejemplos me los contaba no sin preocupación puesto que ciertas paranoias podían desembocar en una denuncia, sin ninguna base jurídica, pero que entorpecía la apacible vida de mi amigo, su mujer y sus hijos.

Después de varios casos auténticamente inauditos y que duraban ya más de diez años, parecía que el desprecio y el desafecto se habían instalado entre ellos y a pesar de algunos momentos de tensión, nunca había habido ningún conato de violencia y ésta no pasaba de meros insultos. Mi amigo llegó a decirles que vivieran su vida y le dejaran en paz pero parece que la vida de estas personas era tan aburrida que estaban deseosos de encontrar el momento para provocarle e irritarle para así, seguramente, tener argumentos que pudieran llevar a una acusación. Pero él, no por ningún temor, en absoluto, dejaba pasar y los tomaba por perturbados que tenían que llenar el tiempo de alguna manera.

El último caso, digno de alguna escena de película de Almodóvar lo protagonizó la vecina cuando a mi amigo se le ocurrió colocar una maceta en el borde que separa los dos balcones y que, para que se hagan una idea, es una especie de terreno de nadie de unos ochenta centímetros cuadrados. La histeria de la mujer quedó reflejada en los insultos proferidos y en la reivindicación de sus cuarenta centímetros cuadrados, naturalmente a grito pelado y sin ningún atisbo de comunicación educada o normal.

Puedo pensar, visto desde fuera, que esta señora y los habitantes de la casa con los que convive están como un cencerro, locos de atar y que su válvula de escape es mi amigo. También que se sientan dolidos por algún acto que yo desconozco y que por ese motivo actúan de ese modo. Pero me inclino a pensar que la vida de ciertas personas es tan tremendamente hueca, tan falta de valores, que poseen la gran “virtud” de llenársela a costa de la infelicidad de los demás. Ésta, unida a la suya propia, conforma un enjambre de difícil entendimiento pero que constituye la base de su existencia. Estos individuos son completamente incapaces de hacer nada por nadie, de mostrar una sonrisa a los demás, de dar nada a cambio de nada, de colaborar en una organización, de donar sangre, en definitiva, de hacer algo por los demás sin que comporte una remuneración económica.

Estos entes, por llamarlos de alguna manera, corresponden a esa clase de seres que pululan por nuestros entornos intentando atraernos a su telaraña como si fuéramos un vulgar insecto. La provocación y el hostigamiento forman parte de su menguada inteligencia que se nutre de iguales a ellos para sobrevivir. La violencia verbal y los actos estúpidos los enaltecen unos segundos pero caen nuevamente en la oquedad al ver que la mayoría de sus hipotéticas presas los observan con pena y frialdad.

Les indico a mi amigo y a sus familiares que ese es el camino. También que afortunadamente ese grano que son sus vecinos no puede enmascarar la convivencia que rige en el edificio y que seguramente la mayoría sí que es capaz de comportarse debidamente. Esa mayoría no dudaría en ayudar a los impresentables y maleducados si fuera necesario porque sus valores sí que son robustos y bienintencionados, sin tapujos y sin suspicacias, y eso es lo que vale.

Me voy pensando en esas personas que ya están muertas en vida y cuyo fin es alguno que ignoro pues no encuentro un significado válido a sus actuaciones. Quizás les envuelve la locura o la paranoia; quizás la tristeza de sus propias vidas; quizás ese vacío existencial que provoca el trastorno y que desemboca en histerismo. Aunque acabo pensando que no hay otro rumbo que la indiferencia y la lejanía de las personas que pueden, con sus gestos, alterar de algún modo la nuestra y arrimarnos a las que nos infieren felicidad y bienestar.

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