Aprenents a Cal Molins, del Gremi de Flequers de Barcelona. Autor: R.Benet.

Opinión de Josep Asensio: ‘El panadero fiel’

Reconozco que soy observador. Quizás demasiado en algunos momentos, pero soy incapaz de caminar por la calle absorto en mis problemáticas cotidianas atento únicamente a los semáforos, a los pasos de cebra y a los vehículos que me rodean. Deambulo y miro. Me paro en aquellos emplazamientos que me parecen diferentes a días anteriores. Un árbol, una plaza, un banco. Por triste o patético que pueda resultar el lugar o la situación cambiante, allí me quedo pensando en el porqué de la alteración. A veces es incluso una persona que se cruza sistemáticamente conmigo un día preciso de la semana a una hora exacta. Miro mi reloj para cerciorarme de que no me he retrasado ni adelantado y mi mente se retuerce al pensar qué puede haber sucedido para que el individuo no cumpla su pacto con el destino.

Así pues, en uno de mis múltiples paseos por la ciudad, descubrí que había un gran trasiego en un local próximo a mi vivienda. Durante más de un año había permanecido cerrado como consecuencia de la súbita muerte de la joven que regentaba una panadería. En estos tiempos de ruina económica, se congratula uno al ver que surge un nuevo comercio, un nuevo brote de esperanza, puesto que estamos demasiado acostumbrados a ver justo lo contrario, la bajada de persianas definitiva y consecuentemente la muerte paulatina de una zona que antes generaba algún movimiento.

Durante unos días especulaba con el tipo de comercio que allí se instalaría y no tardé mucho en descubrir que era nuevamente una panadería. No pude resistir la tentación y entré con alegría, dispuesto a comprar cualquier producto con la excusa de conocer a la persona que había dado un paso importante en su vida. Un chico joven me atendió amablemente. Conocía la historia de su predecesora aunque no era de la zona. Iniciaba su quimera con orgullo intentando convencerme de las excelencias de sus artículos, confesándome que en un principio no los podía tener todos porque quería conocer los hábitos de los posibles compradores. No era ajeno a la realidad. Su local estaba rodeado de otras panaderías y de locales que con un pequeño horno y masa congelada ofrecían barras a 50 céntimos. Quizás la competencia más grande era la de la gasolinera de la esquina que por un solo euro entregaba tres baguettes que con toda seguridad se convertían en chicle al día siguiente. Me vino a la mente el comentario de amigos míos franceses que se sorprendieron al ver una cola de personas en la gasolinera para comprar pan. Era la mayor perversión que podía sucederle. Ser vendido entre olores de gasolina y gasoil. Al parecer, en Francia ya han salido varios artículos referentes a esta mala costumbre de sus vecinos del sur.

Durante varias semanas, he ido comprando pan al joven panadero. No ha fraguado una gran amistad, pero hemos ido comentando el quehacer diario. Yo le propuse que pusiera un rótulo, puesto que la entrada a la panadería quedaba un poco escondida. El único impedimento era el dinero, pero había encontrado una empresa que se lo podía gestionar a un precio razonable. Poco a poco iba viendo entrar a alguien y él proponía ofertas 2×1 en el cristal del escaparate. Intentaba sobreponerse a la dificultad con una sonrisa, con el ánimo de un joven emprendedor que cree en el sistema. No pedía milagros y no pretendía hacerse rico. Simplemente soñaba con hacer bien su trabajo, ofrecer productos con materias primas de calidad y poder dar de comer a su familia dignamente. Pero se topó con la perversa crisis que aniquila la honra de las personas. A pesar del aumento en la venta de pan, parece que hemos preferido apostar por el más barato, el de masa congelada, que aunque cumpla todos los protocolos sanitarios, no tiene la calidad del de siempre.

Supongo que esto y la salvaje competencia de los locales que lo circundaban obligaron a nuestro joven panadero a cerrar. Me invadió una tristeza inusitada. De hecho solamente había traspasado la puerta de su local unas cuatro o cinco veces pero la imagen del muchacho había ido cambiando con el paso de las semanas. La euforia comedida iba transmutándose en desazón y preocupación, aunque nunca me confesó que pasaba por su imaginación el cese de la actividad. Quizás lo hizo premeditadamente para que yo no padeciera su misma circunstancia. No pude despedirme de él. No sé si volveré a verle y tampoco sabré nunca si la vida le fue bien o mal. Tardaré un tiempo en sacudirme esa pesadilla de mi mente.

No es un caso aislado. Miles de jóvenes emprendedores, acuciados por el desempleo e incitados por diferentes estamentos administrativos, invierten el poco dinero ahorrado por ellos mismos o por sus padres para intentar salir del atolladero. Las ayudas son mínimas y muchos prefieren lanzarse al órdago fuera de nuestro país. Francia, por ejemplo, ha recibido en los últimos años miles de españoles con estudios superiores dispuestos a abrir un negocio a su medida: dentistas, psicólogos, radiólogos, médicos y otros emprendedores a la fuerza han traspasado la frontera con el único objetivo de sobrevivir. Nuestro panadero no podrá con toda seguridad hacer lo mismo. No tiene estudios que le permitan tomar esa decisión pero tampoco tiene dinero. Lo arriesgó todo a una ilusión y perdió. Su apuesta por lo artesano cayó en saco roto en un barrio golpeado por el paro. Quiero pensar que se sobrepondrá al contratiempo y saldrá adelante. Eso es lo que deseo, aunque mi mente es conocedora cada día de casos idénticos sin solución. ¿Hasta cuándo?

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