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Opinión de Josep Asensio: ‘La decadencia de la ética’

Miles de noticias se producen al día y de éstas, solo unas cuantas, merecen el premio de permanecer por unos días en nuestras mentes para desaparecer igual que llegaron. Dicen que algunas de ellas surgen precisamente en épocas concretas para que no sean tomadas en consideración. De hecho, históricamente muchas leyes polémicas se firmaron en verano, aprovechando el descanso de muchos de nosotros. En los tiempos que corren es una tremenda tontería recurrir a trucos bananeros para ocultar los desaguisados de la clase dirigente porque a los pocos minutos las redes sociales se hacen eco del pretendido engaño.

Precisamente antes del verano apareció una noticia en la prensa que pasó sin pena ni gloria. Fue el 29 de junio y venía a decir que la ONU había aprobado una resolución para obligar a las multinacionales a respetar los derechos humanos. La histórica votación quedó tristemente empañada por los votos en contra de EEUU y de la UE, justamente los territorios de donde emanan las empresas que explotan a los trabajadores de países de todo el mundo. Como podemos suponer, el fallo nace muerto y supone un espaldarazo a las corporaciones que sistemáticamente incumplen todos los acuerdos internacionales sobre los derechos humanos.

Justo dos meses después, el 28 de agosto, dos premios Nobel, los economistas Joseph Stiglitz y Robert Solow, pidieron a la ONU proteger a los países de los especuladores de la deuda, solicitando una cumbre internacional para poner coto a los movimientos especulativos que hunden en la miseria a los países. En la línea de lograr una unión mundial, estos economistas sugieren y proponen otro orden económico que apoye a los inversores de buena fe advirtiendo de los efectos adversos para la estabilidad económica, política y social, considerándolo un asunto urgente. Otra noticia con buen fondo que quedó completamente olvidada en las hemerotecas.

Desgraciadamente y a pesar de querer ser algo optimista, mucho me temo que no hay de momento ningún interés en cambiar el ritmo de la historia y que éste cuente con las personas. Algunos analistas y personas de mi entorno piensan que se está produciendo un vuelco, un estallido de participación ciudadana que está obligando a los grupos empresariales de élite, aquellos que sistemáticamente se aprovechan de nuestras debilidades, a evolucionar o a morir. Ejemplos como cooperativas de consumo o energéticas, a nivel político el nacimiento de candidaturas populares, o diversas propuestas ciudadanas pueden hacer pensar que ese cambio está llegando, a pequeños pasos, pero, en definitiva, dispuesto a quedarse para siempre.

Nada más lejos de la realidad. Permítanme que peque de pesimista, aunque me encantaría que nuestro camino como humanos dentro de este planeta llamado Tierra fuera completamente diferente. Esa transformación que algunos ven es a un nivel tan ínfimo, tan local, que lejos de trasladarse al mundo real y mundial se ha acondicionado a unos terrenos tan tremendamente concretos que no pasan de ser meras anécdotas.

Y lo digo con todos los respetos hacia las personas que creen que pueden cambiar el mundo cambiando de compañía de electricidad. No cabe duda que esos pequeños pasos son ya no importantes sino fundamentales para que la conciencia humana gire un poco hacia el bien común. Seguramente si no se hicieran estaríamos si cabe más hundidos en la miseria.

Hace un par de años tuve la gran suerte de asistir a un curso en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Santander. Uno de los ponentes, con cara de circunstancias, nos advirtió, nos avisó y seguramente nos convenció, de que el mundo está dominado por un ejército de unas 300.000 personas y que tenían como único objetivo enriquecerse y seguir con su status. Para ello utilizan todas las fórmulas necesarias, matando y extorsionando si hace falta. En todo este enjambre de inmundicia tenían una presencia muy notable las corporaciones farmacéuticas que someten al mundo a base de obligar a los países a comprar los medicamentos a precios prohibitivos. Nos recordó el caso de la gripe A, donde apremiaron a los gobiernos a comprar el conocido fármaco Tamiflu por el riesgo mortal que podía producir el virus. Millones de dosis fueron meses después destruidas y las empresas distribuidoras se frotaron las manos ante el enorme beneficio que causó la falsa alarma que ellos mismos habían provocado.

Precisamente, hace unos días Peter Gøtzsche, profesor de medicina y farmacología clínica de la Universidad de Copenhague, comparaba a las farmacéuticas con el crimen organizado. Es más que evidente que no trabajan para mejorar la salud sino para obtener los máximos beneficios y callan que los medicamentos son la tercera causa de muerte del mundo, después de las enfermedades cardiovasculares y del cáncer. No solo eso, sino que la industria farmacéutica es el tercer sector de la economía, por detrás del armamentístico y el narcotráfico. Curioso y esclarecedor trío que indica una vez más por dónde van los tiros. Para acabar, otra revelación escalofriante sobre la industria farmacéutica: es el principal actor de su propia regulación, hasta el punto de que las agencias reguladoras son servidoras de la industria.

Otro botón de muestra que sirve para demostrar una vez más el poder que nos corrompe está en esos “regalos” que estas industrias ofrecen a los médicos que nos han recetado un medicamento determinado. No se trata ni de bolígrafos ni de agendas. Son viajes en cruceros de lujo encubiertos como “congresos de médicos” y donde todos los facultativos que han sucumbido al poder de estas perversas industrias pueden disfrutar de unas vacaciones manchadas de sangre.

Quiero acabar con las palabras de Isabelle Durand, investigadora de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, a propósito de la decadencia de la ética: “Una parte de nuestra clase dirigente ya no tiene dilemas éticos porque se ha autoconvencido a la manera nietzscheana que la ética solo obliga a los que no han sabido conseguir el poder. Nuestros poderosos creen que solo los débiles tienen que plantearse si cumplen las leyes o no, si pagan los impuestos o no. Para los que mandan, el dilema es de qué manera pueden continuar haciendo lo que les place sin que nadie se dé cuenta”. No obstante, hay un pequeño resquicio para la esperanza. Durand acaba diciendo: “El gran pecado de nuestras élites es no querer ver ni saber que todo abuso tiene un precio y que ellos también acabaran pagando o serán descubiertos pasando a formar parte de los débiles”. Nos suena, ¿verdad? Sabadell, Catalunya, España, Europa,…

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