El pasado 5 de noviembre, las fuerzas israelíes mataron a Mohammad Da’das, de 13 años, del campo de refugiados de Askar. Le dispararon con munición real en el estómago. En lo que va de año, Israel ha asesinado ya a 80 menores en diversos puntos de la Palestina ocupada, 3.000 en los últimos 20 años. Ya no importa si hay incursiones de los militares sionistas en zonas o barrios palestinos, si se lanzan cohetes o bombas contra hospitales y escuelas, si es una respuesta a cohetes palestinos. Ya no importa que le llamen “guerra”. Cualquier excusa es válida para pegarle un tiro en la cabeza o en el estómago a alguien que se atreve a enfrentarse con una piedra a un tanque israelí. Esa simple afrenta sirve a cualquier soldado para disparar y matar, aunque sea un niño.
A mí me gustaría estar allí, poder mirar a los ojos a ese policía, a ese soldado, y adivinar si debajo de su uniforme se esconde algo de humanidad; poder hablarle, decirle que ese niño al que va a asesinar sin motivo anhela lo mismo que él deseaba cuando tenía su edad. Explicarle que esa violencia gratuita, ese asesinato lleno de odio, no lleva a ninguna parte, acaso a más odio y a más muertes. Y me gustaría sentarme a su lado, que bajara su arma y me explicara tantas cosas… El porqué de ese disparo, de esa sangre que de manera inmediata va a derramarse por el asfalto, por esa tierra que debiera acoger a todos y no solo a unos cuantos. Y le recordaría el exterminio de los judíos durante la segunda guerra mundial y el evidente paralelismo con lo que estaba a punto de hacer, con lo que su patria había decidido acometer. Y le preguntaría si tiene hijos, si quiere tenerlos, si desea la paz para siempre, la convivencia, el respeto. Seguramente me respondería que no, porque el objetivo de ese infanticidio es precisamente aniquilar cualquier atisbo de coexistencia, de entendimiento. Es posible que ni me respondiera, que no me dejase hablar, que yo también muriera de un balazo al lado de aquel niño.
Pero yo habría parado el tiempo. Y lo aprovecharía al máximo para convencer a ese ser humano de que no vale la pena matar a nadie, de que ese niño y todos los que vengan detrás no se merecen morir de esa manera, porque su lucha debiera ser la de todos los habitantes de aquellas zonas, vivir en paz. Insistiría en el hecho de que ese niño, como los de sus amigos, quieren jugar, crecer, aprender a leer y a escribir, cuidar de sus hermanos, de sus padres, estudiar y llegar a ganarse la vida como cualquier persona. ¿Qué diferencias existen entre las aspiraciones de un niño israelí y otro palestino? Ninguna, le diría yo. Absolutamente ninguna.
Creería ver en sus ojos algún indicio de humanidad, incluso una especie de derrota personal, de aceptación de lo que le estaría exponiendo. Su arma descansaría ya a su lado, sin empuñarla fuertemente como al principio. Y procuraría que ese niño y ese soldado se acercaran, se dieran la mano, se abrazaran. Y desearía tanto que fuera una realidad perpetua, que a partir de ese día el trabajo colaborativo convirtiera esa tierra en ejemplo para la paz en el mundo. Y no habría más muertos.
No obstante, nada de eso puede suceder. El soldado mataría inexorablemente y con saña al pobre niño. Lo ejecutaría como fruto de un plan establecido por su gobierno con la intención de acabar con el pueblo palestino. Un genocidio en toda regla. Un exterminio desgarrador con el silencio cómplice de la comunidad internacional. Y yo no podría hacer más que consolar a esa familia palestina rota por dentro y por fuera. Lloraría con ellos y en mi interior lamentaría no haber podido salvarle la vida, no haber podido convencer al soldado de la inutilidad de su acción.

Y marcharía de allí dudando tanto entre si la muerte es la solución al problema o si vale la pena volver a sentarse y hablar. Y en mi mente quedaría para siempre la fría mirada de aquel soldado incapaz de ver otro camino diferente a un disparo mortal, incapaz de rebelarse, de gritar contra esa actuación vil y despreciable, incapacitado para pensar por sí mismo, escogiendo el método más fácil para acabar con un problema, la descarga de su arma contra el estómago de un niño indefenso. ¿Acaso eso no es un acto de cobardía? ¿Quién es el valiente en toda esta historia.
Lamentablemente, la humanidad hace tiempo que fue aniquilada en Israel. Precisamente, se han cumplido 21 años de la muerte de un icono de la resistencia palestina. Faris Odeh, el niño palestino de la piedra frente al tanque israelí, fue asesinado 10 días después de haber tomado esa foto. Faris tendría hoy 36 años. Sirvan estas líneas para recordar a estos niños asesinados por Israel, para que nunca se olvide esta matanza, esperanzado en que alguna vez los anhelos de unos y de otros se fundan en una convivencia en dos estados. Mientras tanto, denunciar es la única vía y olvidar al pueblo palestino nos convierte en monstruos, en seres insensibles, deshumanizados. Eso nunca.