Verano de 1985. Marly-le-Roi, pequeño pueblo situado en la región parisina, muy cerca de Versalles. Gracias a mi corto currículo consigo una beca para ir a Francia por primera vez. Mis conocimientos de música y baile me permiten acceder a un curso donde las artes plásticas, la música y la improvisación serán el fundamento durante casi un mes. No obstante, antes descubriré un país que conocía tan solo por los libros. Mi viaje nocturno en autocar acaba en la Place Stalingrad, donde cogeré un metro hasta el destino que me tiene guardadas varias sorpresas. Al entrar en el vagón, mi primer sobresalto. El único de raza blanca soy yo y todos me observan. Me pregunto si París es eso y, conforme el metro avanza, también la mezcla es más evidente, algo que desconocía por completo. Los manuales de enseñanza del francés ofrecen unos estereotipos que no muestran la realidad.
Después de varios trasbordos, llego a Marly-le-Roi. No hay palabras para describir tanta exquisitez, tanta educación, tanto protocolo. Ese mes resulta un bálsamo de tranquilidad, una experiencia única en todos los sentidos, un conglomerado donde la cortesía y la amabilidad son las señas de identidad. El recibimiento en su ayuntamiento es inolvidable, pero aún lo es más la primera noche allí, unas horas donde la seducción de las estrellas se une a una necesidad de conocimiento y a unas ganas de socializar. Todos los presentes hablamos francés. Allí hay personas de toda Europa y del norte de África. Durante la cena se producen las presentaciones habituales, pero es justo después cuando se inicia un camino que será pura magia, también, un descubrimiento personal que comparto con mis lectores y que también hice con los allí presentes.
Un joven turco coge una guitarra. Los acordes se entrelazan con su voz, con una canción que me recuerda al flamenco. De manera instintiva, franceses, españoles, italianos, griegos, marroquíes, argelinos y una chica egipcia, se acercan al lugar de donde emerge esa música. Se forma un corrillo y se sigue el ritmo con las manos. En una segunda fila, distantes, pero también asombrados por esa pequeña fiesta, se encuentran alemanes, belgas e ingleses. Lejos, muy lejos, ajenos a lo que allí sucede, permanecen suecos, austriacos, suizos, daneses y noruegos; también un joven checo. Me uno a la algarabía, mezclando las palmadas con gritos inconexos tratando de encajar con el sonido de la guitarra y el canto del joven turco. Pero mi mente se traslada a un universo donde el mar Mediterráneo lo ocupa todo. Por primera vez, soy consciente de mi ciudadanía mediterránea, constatando que tengo más en común con un turco que con un alemán.
Verano de 2010. La belleza de la ciudad de Santander me absorbe. No me canso de empaparme de ese mar azul, de esas calles que desembocan en él, de ese Palacio de la Magdalena que me acoge con más vistas espectaculares. Ana Mª Matute es el plato fuerte. Su conferencia se convierte en un acto de humanidad impresionante. No es para nada una escritora diva distante. Es una persona más que se mimetiza con un auditorio ávido de sabiduría. Con una humildad que desgraciadamente escasea, Matute muestra sus vivencias, sus ansias de vivir, su manifiesta gratitud al hombre que la acompañó. Y después de ese baño de modestia y de sencillez, llega la noche. Invitado por la UIMP asisto con otros becados a un concierto de jazz. Al acabar, alguien propone tomar una copa. Ese mismo personaje sugiere un juego: adivinar de dónde es cada uno de los que estamos sentados en esa mesa. Me mira y me dice que empieza por mí. ‘Catalán no eres, eso, vamos, con toda seguridad. Los catalanes son distantes por naturaleza; además no tienes acento. Tampoco eres vasco, demasiado enclenque, perdona, los vascos son todos fuertotes; tampoco andaluz; esos tienen un deje, una gracia que se sale de todos los estándares. Gallego, tampoco, tampoco, nada de acento ni de ese deje pausado, casi dormido. Vamos a ver… Tienes que ser como valenciano, por ahí, porque hay una mezcla en ti de simpatía y prudencia, nada alocado, muy sensato. Sin duda todas las características del mar Mediterráneo. Tú eres de Alicante’. Sonrío. Me acuerdo de aquel verano de 1985. Es la primera vez que me definen como mediterráneo. Le digo que soy catalán de padres murcianos. Le cuadra. Me cuadra. Alicante puede ser el término medio. Se sorprende y le pregunto por qué no considera mediterráneos a los catalanes. Me responde que quizás que barceloneses y tarraconenses sí que lo son, pero no los que viven más arriba.
Desde entonces he adoptado esa nacionalidad. Me uno a Joan Manuel Serrat en su desafío, en convertir un mar, el Mediterráneo, en un país sin bandera, donde la gastronomía, la música y el arte en general se unen a las ganas de vivir, a la fiesta en la calle, a abrazos y a olores, a playas y a coloridos atardeceres, donde esa simbiosis de mar y cielo consigue unos azules increíbles. A los que quieren separarme enarbolando una bandera, odiando una lengua o despreciando e insultando al que no piensa como ellos, les digo que conmigo no cuenten. La cultura es la única bandera, la única lengua. En el mar Mediterráneo cabemos todos los que creemos en el respeto como base de la convivencia. Ahí me encontrarán, cerca del mar, porque yo nací en el Mediterráneo.
Foto portada: puesta de sol en Águilas. Autor: J.A.