Manos blancas

‘Miguel Ángel Blanco: conocer para no olvidar’, por Josep Asensio

El próximo 13 de julio se cumplirán 25 años del asesinato del concejal del Partido Popular en Ermua, Miguel Ángel Blanco. Numerosos actos se han programado en toda España para recordar un suceso que conmocionó a todos aquellos que ya estaban hartos de esas muertes de inocentes, especialmente en el País Vasco. El espíritu de Ermua nació del hastío de los propios vascos, del hartazgo, de esos silencios incómodos que recorrían sus calles y que explotó en forma de manifestaciones multitudinarias con las manos blancas en alto.

Para las personas de mi generación, las que vivimos el ocaso del franquismo, la transición y la llegada de la democracia, los años están plagados de acontecimientos para la historia. No los voy a enumerar todos, pero este crimen quedó para siempre en mi mente, seguramente por las circunstancias en las que lo viví.

Había viajado a Francia, exactamente a Grenoble, porque me habían concedido una beca para perfeccionar mi nivel de francés. Por aquel entonces, no existía la mensajería instantánea, aunque ya sí los teléfonos móviles. Esto hay que recordarlo continuamente porque hay un sector de la población, el más joven, que cree que algunas cosas han existido siempre. Así pues, disfrutaba los primeros días de un ambiente distendido, de nuevas amistades, de clases y de espectáculos nocturnos preparados para los que allí estábamos. Coincidí con profesores venidos de todo el mundo, especialmente de Europa y del Magreb. Como pueden imaginar, España me quedaba muy lejos, absorto en una nueva realidad y en la intensidad de esos cursos y seminarios que eran una bocanada de aire fresco en mi currículum.

Me sobresaltó una llamada de mi mujer, alterada como nunca, y preguntándome si no me había enterado del secuestro de no sé quién. La tele tampoco era un aparato al que tenía acceso normalmente puesto que, al tratarse de una residencia de estudiantes, las habitaciones carecían de ella. Intentó calmarse para explicarme brevemente lo que estaba pasando. Un joven concejal de Ermua había sido secuestrado por la banda terrorista ETA, exigiendo a cambio de su libertad el acercamiento de todos los presos de la organización a cárceles vascas. Era un 10 de julio de 1997.

Hasta el día 12 no me enteré de nada, pero la televisión francesa ya hacía horas que informaba de grandes manifestaciones en España, siendo la de Bilbao, con más de medio millón de personas, una de las más multitudinarias. Fue la mayor manifestación contra ETA de la historia. Y sí, al final, en una pequeña pantalla del comedor de la residencia pude observar esa movilización, esas manos blancas pidiendo clemencia, pidiendo libertad, pidiendo un desenlace positivo, manteniendo la esperanza hasta el último suspiro. Y éste llegó con la localización de Miguel Ángel Blanco en un descampado gravemente herido, tiroteado, pero con vida. Fueron unas horas de una angustia terrible, de un anhelo que, desgraciadamente no llegó y el concejal del Partido Popular falleció en la madrugada del día 13.

Recuerdo como si fuera ayer la manera en la que el comedor enmudeció ante las imágenes de las manifestaciones que llegaban desde España. Y entonces sucedió algo increíble. Se acercó uno de los estudiantes con los que compartía el curso y me abrazó en silencio. Pero es que después vinieron otros que hicieron lo mismo. La mayoría con ese semblante sosegado y discreto; otros, preferían mostrarme su solidaridad vocalizando palabras de apoyo. No pude aguantar la emoción. Hasta las personas que estaban en la cocina salieron a respaldar esa acción improvisada, formándose un cerco de fraternidad a mi alrededor que yo no sabía cómo gestionar. Finalmente, fue uno de los profesores del curso el que conminó a las personas a volver a sus asientos.

Todavía hoy recuerdo ese momento como uno de los más emotivos de mi vida, triste, muy triste, pero igualmente intenso por el aliento recibido por parte de gentes anónimas a las que ya no he vuelto a ver. Y fue justo en ese momento en el que la imagen de Miguel Ángel Blanco se adhirió a mi mente para siempre. Al conocer su muerte, alguien propuso hacer un minuto de silencio antes del comienzo de las clases y los aplausos posteriores fueron, aún más, una muestra de solidaridad internacional.

Es muy lamentable lo que ocurrió después, porque lo sucedido no podía cambiar un país de la noche a la mañana. La familia tuvo que trasladar su cuerpo a Galicia como consecuencia de las continuas profanaciones de su tumba por parte de seguidores de ETA. No obstante, el trabajo que habían efectuado años atrás asociaciones como Gesto por la Paz de Euskal Herria y las movilizaciones de ciudadanos anónimos que, por fin, salieron de su silencio ante esta muerte inútil, lograron, no solo plasmar un espíritu (el de Ermua) sino también iniciar un camino en otra dirección, el de la paz.

Manifestación con motivo del secuestro de Miguel Ángel Blanco.
Manifestación con motivo del secuestro de Miguel Ángel Blanco.

Desgraciadamente, vivimos en un mundo en el que la memoria desaparece demasiado fácilmente. Las generaciones más jóvenes ignoran este suceso, como tantos y tantos otros que conforman nuestra historia. Hay un interés por olvidar lo que nos une, lo que nos unió, y resucitar lo que nos separa. Muchos libros de texto ni hacen mención a estos episodios de solidaridad o pasan de puntillas sobre ellos, en un ejercicio obsceno de maltrato y de omisión que debiera ser reparado de manera inmediata. Porque Miguel Ángel Blanco nos pertenece a todos, a todos los demócratas, y no solo a los que enarbolan ciertas banderas de dudosa ética tolerante. Los homenajes duran un cierto tiempo; los recuerdos, siempre, como los silencios. Por eso lamento que, como catalán, Miguel Ángel Blanco sea poco menos que un fantasma olvidado por nuestros representantes políticos en Catalunya y se deje en manos de ciertos sectores su homenaje. Si se hace esto, es que no hemos entendido nada. Es más, la única calle dedicada al político vasco en Catalunya se encuentra en Tarragona. Igualmente olvidados el resto de víctimas del terrorismo en calles, plazas y edificios. Una circunstancia, un vacío, que constituye una de los agravios más grandes en nuestra comunidad autónoma y que debiera subsanarse, aunque, sinceramente, creo que nuestros políticos están por otras tareas. Lamentable.

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