Foto portada: una activista pel dret a l'habitatge, en una imatge d'arxiu. Autor: David B.

‘No es un suicidio, es un asesinato’, por Josep Asensio

“Personas que banalizan el sufrimiento ajeno y juzgan a quienes lo padecen para lanzarlas a situaciones mayores de pobreza y enfermedad, que se asemejan más a una muerte lenta que a una vida digna. Crímenes que unas veces los llevan al suicido y otras a la autodestrucción de quien no puede más. Quizá es momento de dejar de nombrarlo a todo como exclusión social para empezar a analizar cuánto hay de crimen social”.

Violeta Assiego, Activista de DDHH y abogada

Es imposible permanecer indiferente ante la muerte de un ciudadano de mi ciudad como consecuencia del escarnio al que es sometido por parte de otros que, embriagados por la usura, despojados de toda humanidad, les importa una mierda el sufrimiento de las personas. Porque, en vez de la presencia de la lógica preocupación por la situación de nuestros congéneres, sobresale una maldad auspiciada por el dinero, por un capitalismo que acaba desarrollando actitudes completamente inadmisibles para una sociedad que pretende encontrar los cauces para lograr una mayor igualdad.

Álex no es un número más. Tampoco es, como he leído en algunos comentarios en redes, culpable de nada. Algunos se atreven a justificar su decisión como anormal, asegurando que “la pérdida de una vivienda no es motivo para suicidarse”, que “habría algo más psicológico para llegar a ese extremo”, afirmando también que “no se puede culpar siempre a los ayuntamientos, ya que cada uno tiene que afrontar sus problemas”. No me gustaría ver a esas personas que se atreven a diagnosticar las situaciones de los demás de una manera tan trivial en una circunstancia tan dolorosa. No todo el mundo es capaz de salir adelante en soledad, por vergüenza, por el motivo que sea. Nadie debería juzgar a la ligera las decisiones de los demás.

No obstante, Álex es un ejemplo más de una sociedad que huye de los contratiempos, que prefiere cerrarse en ella misma antes de enfrentarse a ellos. Un individualismo latente que, aunque pudiera parecer lo contrario, refuerza el egoísmo y especialmente, la indiferencia. Porque no hay nada peor que apartarse del mundo y luego decir que no se sabía nada, que no se habían detectado vulnerabilidades, que nuestro vecino hacía una vida normal. No es verdad. No es verdad. Todos y todas tenemos los mecanismos suficientes para captar miradas cómplices que insinúan preocupaciones diversas, pobreza, desasosiegos, inquietudes. Y, de la misma manera que estamos alerta ante casos de violencia de género y no se nos ocurriría a la mayoría callar ante una eventualidad de ese tipo, deberíamos también abrir los ojos ante situaciones de fragilidad de las personas de nuestro entorno, sea este familiar o vecinal. Nadie está a salvo de circunstancias que pueden cambiar de la noche a la mañana, aunque pensemos que a nosotros nunca nos va a tocar. Aunque solamente fuera por puro egoísmo, debiéramos empezar a cambiar nuestra mirada hacia nuestros semejantes.

Me duele especialmente la actitud de nuestros representantes municipales. Pagarle el entierro a Álex, siendo una acción loable y necesaria, no puede ser un final de la historia, una manera de lavarse la conciencia, de publicitar un mensaje para mostrar que se hace algo, mientras se ignora que en Sabadell se ejecutan una media de tres desahucios a la semana. Se puede justificar lo injustificable; se pueden hacer declaraciones afirmando que no se puede saber todo, que no se llega a todos sitios, que no se tienen competencias, que la persona no se había puesto en contacto con los servicios sociales, que los vecinos no habían alertado de la situación, que están a tope, que no dan abasto, que hay poco personal, que no se disponen de viviendas alternativas, que la culpa es siempre de otros… Muchas, muchísimas más excusas que duelen incluso más que la muerte de Álex. Porque, ¿no es verdad que el Ayuntamiento es conocedor de esos desahucios que no paran de suceder cada semana? ¿Y no es verdad que debería conocer la situación de esa gente, suponiendo que sean conscientes de la realidad habitacional de Sabadell? ¿Y no es verdad también que nadie se preocupa de esas familias, muchas de ellos con hijos pequeños que se van a la calle esperando que, por lo menos alguien los mire a la cara ofreciéndoles alguna salida? ¿Podemos seguir nuestras vidas sabiendo que existe una problemática que desde la administración se quiere ocultar? ¿Acaso tres o cuatro desahucios a la semana en Sabadell es una cifra asumible y, consecuentemente, nos importan muy poco las personas que puedan quedar afectadas? ¿Acaso el profesorado de esos niños y niñas es ajeno a esas situaciones de vulnerabilidad? ¿No será que nuestros gobernantes prefieren que vivamos en una ciudad donde nunca pasa nada, donde todo es armonía y felicidad?

La muerte de Álex nos debería hacer recapacitar sobre la fragilidad de lo humano, sobre la capacidad del capitalismo de engullirlo a cualquier precio, sin atender a ninguna razón lógica y mucho menos a la compasión. Y ahí deberían estar las administraciones, para salvaguardar esa humanidad, apartándose de discursos estériles, de puestas en escena más o menos dramáticas, de acciones también ineficaces, para dar definitivamente el paso hacia la defensa y la protección de las personas.

No quiero acabar pensando que nuestros representantes son meros autómatas ceñidos a leyes y legislaciones también encorsetadas, incapaces de modificarlas o de adaptarlas a esas situaciones de precariedad. No quiero hacerlo porque entonces solamente nos quedarían las personas que pertenecen a entidades que dan la cara y se enfrentan a la injusticia. Aunque, en aras a la verdad, creo que ya solo quedan ellas. Desgraciadamente, la semana que viene, y la otra, y la otra, continuarán los desahucios. ¿Con cuántos más Álex deberán cargar nuestras conciencias? ¿Con cuántos más los responsables?

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