En las últimas semanas, he tenido conocimiento de diversas situaciones que se dan en oficinas bancarias y que afectan especialmente a la gente mayor. Esta es sistemáticamente maltratada y humillada por unos empleados que, si bien cumplen órdenes, no muestran ninguna empatía hacia un colectivo que muy poco puede hacer ya para visualizar su malestar. Desgraciadamente, se acercan a su banco de toda la vida esperando cualquier envite, cualquier desagravio, cualquier desprecio. De hecho, se están acostumbrando a esas situaciones en las que no tienen más que callar y tragar. Las autoridades, sean estas municipales o autonómicas, no han podido con una banca que basa su trabajo en la usura, importándole muy poco las personas y mucho, su dinero.
Hace un año, el gobierno y la banca firmaron un protocolo en el que estas se comprometían a “prestar un mejor servicio a las personas de edad avanzada, menos digitalizadas o más vulnerables”. La iniciativa surgía tras la repercusión que tuvo la campaña promovida por Carlos Sanjuan “Soy mayor, no idiota”. Las medidas, un mero listado de intenciones, no iban más allá de un decálogo en el que destacaban la ampliación del horario de atención presencial, el trato preferente a las personas mayores en las sucursales, la formación específica al personal de banca y acciones de educación financiera, digital y prevención de fraudes a través de talleres, seminarios o herramientas similares, que facilitaran la accesibilidad de los canales a las personas mayores o con discapacidad.
Todo muy bonito; un apretón de manos entre políticos y banqueros, la foto correspondiente y cada uno para su casa. Se me olvidaba recalcar que la banca, solo la banca, procedería a hacer un seguimiento de estas iniciativas cada seis meses para comprobar su eficacia y, en el caso contrario, poner en marcha nuevas medidas. Como pueden imaginar, lo firmado quedó en papel mojado porque, pocos meses después, muchas entidades bancarias suprimieron las libretas de ahorro, una herramienta muy utilizada por ese colectivo de mayores. A esta decisión, se une el aumento del cierre de oficinas y la limitación de servicios en ventanilla.
Pero es que, además, la mayoría de entidades bancarias ya no emiten libretas de ahorro, mientras que otras que todavía las ofrecen, lo hacen con comisiones de por medio, unos 10 euros si se tienen menos de 70 años. A esa situación, se suman las dificultades para sacar dinero en efectivo en ventanilla de las oficinas. BBVA tiene una comisión de dos euros por retirar una cantidad inferior a los 2.000 euros, mientras que el Santander directamente no permite sacar cantidades de menos de 600 euros. Pagar recibos con dinero en efectivo en ventanilla tiene comisiones que van desde los 10 euros del Santander a los dos del Sabadell.
¿Sigo? Se habla mucho de la España vaciada y muy poco de los ‘barrios vaciados’. Sabadell es un triste ejemplo de esa deshumanización, de ese cierre de oficinas bancarias que obliga a miles de personas mayores a hacer hasta cinco kilómetros para acceder a un cajero o a una ventanilla donde sacar su dinero. Zonas como Can Deu, La Planada del Pintor, Sant Julià, Can Puiggener, pero también Gràcia, Can Feu, la Creu de Barberà, Torre Romeu y Poblenou carecen de oficinas bancarias que presten servicios personalizados. Quizás el sector más agraviado es el norte de la ciudad, donde cada día se observan colas de personas en la avenida Matadepera, especialmente en la oficina del BBVA. Estas vienen de Can Deu y Sant Julià, pero también de la Creu Alta, que ha visto también como cerraban la mayoría de sucursales.
Me consta que ha habido conversaciones entre entidades de vecinos, la administración local y algún banco con el objetivo de intentar abrir una nueva sucursal en Can Deu, una vez que no se pudo conseguir que no se cerrara la última que quedaba. No hubo nada que hacer. Las decisiones de la banca son inamovibles, lo vemos cada día. Eso de arrimar el hombro y asumir cierta solidaridad no va con ellos. ¿Se acuerdan de esa sonrisa del director cuando entrabas en la oficina y te daba un apretón de manos saludándote por tu nombre? Ahora casi les molesta que entres y pidas algo.
Hace un par de semanas, pude ser testigo de una situación que vale la pena resaltar. Aunque no la viví en persona, sí que pude recabar información de lo que había pasado. Una persona mayor esperó su turno para poder sacar parte del dinero de su pensión en ventanilla. Quería 300 euros. Como pueden imaginar, el empleado le recordó que, según la norma del banco, los importes menores de 600 euros debían extraerse del cajero. El hombre insistió con el argumento de que no sabía el pin, que no lo llevaba apuntado por miedo a que lo atracaran, que vivía solo. Necesitaba el dinero en efectivo para ese momento. Amablemente, le dijo que la próxima vez traería el pin apuntado en un papel y que si podía acompañarlo al cajero y hacer la operación por él. El empleado se convirtió al instante en un robot, repitiendo las frases que había aprendido. Seguramente las cámaras estaban vigilando que no tuviera un destello de humanidad.
En la cola había un joven que observaba la escena con desasosiego. No podía creer que, ante la mirada y la insistencia de aquel hombre mayor, el empleado autómata tuviera la mirada perdida y no buscara una solución. De repente, ese chico le dijo al hombre: “Perdone, ¿no me había dicho antes que usted quería sacar 300 euros con veintitrés céntimos?” Antes de que pudiera responder, insistió: “Sí, sí, ¿no se acuerda? Eran 300 euros con veintitrés, estoy seguro”. El empleado cambió el semblante e hizo un gesto con la mano para que se acercara el de seguridad. Típico; cuando te acorralan con argumentos bien planificados, cuando el poder queda desnudo, lo normal es llamar al orden. El segurata preguntó que qué pasaba y el joven respondió: “Nada, nada, que este señor quiere sacar 300 euros con veintitrés y, claro, ese importe no lo da el cajero. A ver qué solución le dan”.
Cuando a un robot le indican una acción para la que no está programado, pueden pasar dos cosas: que se bloquee y se autodestruya o que se reinicie e incorpore esas nuevas tareas a su quehacer diario. El empleado movió sus dedos, tocó diversas teclas y, pasados unos minutos, le dio al hombre sus 300 euros con veintitrés. Nadie sabe nada de ese Robin Hood solidario que ayudó a una persona que solo quería su dinero y lo pedía con la mayor de las humildades, con una educación exquisita. No cabe duda de que fue ingenioso, de que supo cómo desbaratar la tozudez, la incomprensión y la falta de humanidad de una banca enloquecida por enriquecerse a costa de la miseria de la mayoría. ¡Quién iba a creer que tan solo veintitrés céntimos iban a cargarse una norma impuesta por esos que se creen invencibles!