Juan Diego Botto

‘Una noche con Botto’, por Josep Asensio

En la vida hay fechas que perduran para siempre. En algunas personas, quizás unas pocas; en otras, muchas que, con el paso del tiempo, se van olvidando. No obstante, no dejan de aparecer momentos, instantes, que se entrelazan con sucesos que, aparentemente, no tienen conexión. Algunos lo considerarían fruto del destino, algo así como coincidencias, causalidades sin importancia; otros, entre los que me incluyo, lo vemos más como casualidades, para ser claros, lo que muchos afirman que las cosas no pasan porque sí. Y esbozo una sonrisa cuando pienso en ese veinte de noviembre con tantas connotaciones políticas, con esa muerte del dictador en mi memoria, en ese respiro que se dio en 1975, una mezcla entre la preocupación y las ansias de libertad.

Y me sumerjo en una de las experiencias más conmovedoras de estos últimos años. Me espera Juan Diego Botto y su Una noche sin luna, una representación de la que desconozco prácticamente todo. El auditorio está lleno a rebosar. La prensa se ha encargado de no desvelar el fondo de esta obra teatral para poder disfrutar de una magia que se impregna en todas las partes de mi cuerpo. Es obligado que yo haga lo mismo; no obstante, Botto, en el papel de Federico García Lorca, es un verdadero monstruo de la interpretación. Allí se habla de muerte, de poesía, de la necesidad de ser uno mismo, de amar por encima de todo, de llevar la cultura a los más pobres, de desgracia, de guerras, de odios, de cunetas, de fusilamientos. Pero también de libertad, de libertad a gritos, desde lo alto de una montaña, subidos a cualquier promontorio para que llegue a todo el mundo. Una libertad entendida también como un acercamiento a la discrepancia, a los que quieren matarlo “por maricón”. La excusa perfecta. A Lorca lo mataron por esa defensa apasionada de la libertad y de la cultura como pilares de la democracia, por esa acalorada defensa del espíritu crítico y de los humillados, los maltratados, los ausentes…

Ese homenaje a Lorca que Juan Diego Botto nos quiere traspasar con esa cercanía, esa delicadeza que hace equilibrios entre el drama y lo cómico, lo vivido, supone también un compromiso con la cultura como bálsamo, como medicina contra la ignorancia, contra la intolerancia, pero, sobre todo, contra el olvido. Un compromiso que llega hasta el espectador con una escenografía cambiante, minimalista al principio, desgarradora al final, en definitiva, soberbia. Un respeto absoluto a la memoria de nuestros abuelos, de nuestros antepasados que callaron por miedo, que murieron en vida.

Y Federico murió una noche sin luna; una luna que viajaba por su poesía estática, omnipresente, acompañando al granadino, casi cuidándolo. Esa noche, la de su asesinato, la luna estuvo ausente, quizás escondida tras unas montañas para no ver caer en una fosa anónima a su amado. Estoy convencido de que Lorca la buscó, convencido de que lo salvaría y, si eso no era posible, para que fuera su última visión antes de cerrar los ojos para siempre. Botto transmite una tensión dramática hasta el último instante, consiguiendo que el espíritu de Lorca esté presente, y de qué manera.
Es muy difícil expresar con palabras lo que allí se vivió. No solamente por no querer revelar la seducción del actor y del montaje, sino porque, como en las buenas representaciones, sean estas fílmicas o teatrales, es necesario sumergirse, estar atentos y dejarse llevar por todos los sentidos. En “Una noche sin luna” todos, absolutamente todos, se ponen en marcha. La estaticidad del espectador no se corresponde con la inmovilidad sensorial. A la vista, se unen otros que van llegando conforme el actor va mutando, de la alegría por la puesta en marcha de “La Barraca”, a la tristeza por sus desengaños amorosos. “¿Es posible traer el olor del mar a un escenario?” pregunta en voz alta Juan Diego Botto. Sí, claro que es posible, porque las palabras tienen el don de transportar lo imposible, de transmutar en sentidos, en emociones, que solo podemos tocar, oler o ver.

Confieso en estas líneas que lloré y reí. No sé si a partes iguales, pero sí que puedo afirmar que Botto era García Lorca y no un actor que lo interpreta. Él también lloró y rio con el público en un ambiente en el que mi mente recordaba a un hermano de mi abuelo fusilado por rojo en Melilla. Porque, al final, Lorca sigue más vivo que nunca, con más fuerza si cabe, porque su recuerdo es más potente que la imagen que podamos tener de ese golpe en la cara y ese tiro que acabó con su vida. Su apuesta por la libertad de expresión esparció tantas semillas que aún hoy florecen en pueblos y ciudades. Su legado, como el de otros muchos, deben servir para comprender que no es fácil decir y defender la verdad, pero vale la pena. Gracias, Juan Diego, por mostrarnos una vez más tu compromiso, tu empatía, pero, sobre todo, por recordarnos que no hay que olvidar para saber de donde venimos, por recordarnos que Federico sigue más vivo que nunca.

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