ARTÍCULO DE OPINIÓN
Manuel Navas, presidente de la Federación de Asociaciones de Vecinos de Sabadell.
Las luces de colores engalanando las calles, junto con las irresistibles campañas publicitarias recordándonos la proximidad de las fiestas navideñas, conforman una escenografía consumista de la cual es difícil abstraerse. Y no es casual, porque en definitiva, el sistema, contempla a los individuos como consumidores a los que se deben aleccionar para elevar al máximo su potencial comprador. Han logrado que la centralidad del consumismo en la vida de las personas de los países industrializados sea un hecho incontestable.
Nadie duda que nuestra vida necesita del consumo (comida, ropa, vivienda, etc.), es decir, el consumo, no es una actividad superflua, sino necesaria para la existencia tanto de las personas como de la propia sociedad, entre otras cosas porque, además de aportar cierta gratificación psicológica y mejora las condiciones materiales de vida, sirve para expandir la economía de un país, reactivar la producción, dar empleo, etc. En otras palabras, el consumo es algo habitual en cualquier sociedad (en unas más que en otras).
El problema aparece cuando se superan los niveles tolerables y nos instalamos en el consumo impulsivo, típico de los países ricos, que irrumpe como culminación de la mitología burguesa disuelta en lo cotidiano, y que constituye uno de los ejes diferenciadores entre los pueblos del planeta y entre las personas de un mismo pueblo, convirtiéndonos en víctimas de sus causas y efectos.
La máxima de que cuanto más consumes más eres, aunque sea endeudándote, se muestra como paradigma de una felicidad que a su vez es paradójica: nos hace sentir bien cuando tenemos y mal porque queremos tener más. La seducción del consumismo ha modificando nuestra conducta y valores, ubicando en nuestras vidas el impero de lo efímero, la cultura de usar y tirar, que nos hace perder el sentido y el valor de los objetos, provocando que nos cansemos rápidamente de un bien particular, al tiempo que nos transforma en insaciables consumidores.
El resultado es que orientamos el objetivo de nuestro proyecto de vida, en trabajar para gastar. Comprar y acumular para intentar saciar una avidez consumista de un vacío existencial, asociado con la insatisfacción, la baja autoestima, el aburrimiento y la depresión, trastornos que nacen como reacción a un mundo que falla y que nos ofrece como alternativa, simples sucedáneos de libertad y de felicidad.
Siendo el primer mandamiento de la economía de mercado, crecer por y para siempre, la sensación de necesidad de comprar y poseer, es algo innato al sistema: absolutamente todo en este mundo se convierte en un bien de consumo si es susceptible de reportar beneficios. No importa que esa insostenible y presuntuosa mediocridad de patrones de consumo y producción, sean la principal causa de la degradación ambiental y de sus consecuencias en el desarrollo humano.
Desde las ciudades, vemos como los gobiernos locales participan en gran medida en esa insensata conjura. Movidos por intereses económicos se han estimulado la instalación de grandes superficies, haciendo oídos sordos a los estudios que demuestran que, aumentan el gasto familiar, multiplican el transporte contaminante, la construcción de carreteras, la desestructuración del espacio, la polución, la explotación de los pequeños productores, la concentración de capital, los residuos, la alienación y la soledad, mientras arruinan la vida comercial de los barrios y destruyen su vida cultural y sus redes comunitarias y solidarias.
No es fácil indicar salidas ante hechos consumados y sobre todo de tal calibre. Ante la complicidad de las instituciones y las elites políticas, solo cabe la esperanza de que la sociedad civil asuma la iniciativa impulsando comportamientos individuales y colectivos en orden a conseguir un consumo responsable. La reflexividad en torno a la disyuntiva entre “el ser y el tener”, o sobre pensamientos como el de Thoreau de que “somos más persona según el número de cosas de las que podamos prescindir”, resulta ineludible para desenmascarar la esclavitud que engendra el consumismo, y que el progreso, si no comporta liberación de todas las personas y en todos los sentidos, no existe, es pura evolución.