Como resurgiendo de sus propias cenizas, Nicolas Sarkozy se prepara para volver a la política activa. Y no lo hace de una manera sencilla, como alcalde o presidente regional, sino a lo grande, a dar la batalla por el Elíseo y entrar por la puerta grande para lograr el deseado caramelo de la presidencia del Estado. Imputado por corrupción activa, es decir, tráfico de influencias y violación del secreto de instrucción, tiene en su haber varios casos de presunta financiación ilegal de diversas campañas electorales a través de su amigo libio Gadafi, comisiones en la venta de armas a Paquistán y Arabia Saudí, el affaire Betancourt, donde la magnate del imperio de l’Oréal le habría pasado cantidades ingentes de dinero, así como la “desaparición” de más de 18 millones de euros en la financiación de su partido, la UMP.
Derrotado en 2012 por François Hollande, a sus 59 años está dispuesto a impulsar a Francia hacia un nuevo camino, lejos de la radicalidad del Frente Nacional y de su líder, Marine Le Pen. Porque no hay que olvidar que el pequeño Nicolas ha elegido el momento preciso para volver a tomar las riendas de su partido y de Francia. No es ni mucho menos estúpido; sus imputaciones pueden quedar apartadas y ser el gran salvador de una Francia que en estos momentos se encuentra en una tímida recesión. La ultraderecha puede ganar por primera vez unas presidenciales, ante una izquierda desorientada y carente de líder.
Al igual que en España, el Partido Socialista apuesta por una socialdemocracia devaluada, lejos de las preocupaciones de los ciudadanos y muy próxima a los postulados derechistas, especialmente en materia económica. Pero el caso francés es muy diferente al nuestro. Francia dispone de un salario mínimo de 1.445,38 euros mensuales, así como servicios sociales de gran calidad, comedores sociales en casi todas las grandes ciudades, alquileres por menos de 200 euros, poder cursar una carrera universitaria por 300 euros y subsidios de hasta 500 euros, así como construcción activa de vivienda social a cargo del Estado. A pesar de los recortes impulsados por el primer ministro, Manuel Valls, la consistencia del estado del bienestar hace de momento imposible el surgimiento de movimientos como Podemos en España o Syriza en Grecia. La izquierda francesa tiene un líder potente, como es Jean-Luc Mélenchon, pero debe luchar contra unas bases del Estado bien sólidas. El paro en Francia supone de momento tan solo un 10 por ciento y, como digo, los subsidios y las ayudas aguantan el rechazo social, que se circunscribe a algunos barrios concretos de ciudades concretas.
Precisamente ésta es la diferencia con el Estado español. Mientras que aquí la crisis está afectando a todas las clases sociales y muy especialmente a españoles, en Francia las asistencias sociales se dirigen muy directamente a colectivos de inmigrantes. Esa solidaridad aparente y que nunca ha planteado problemas graves de racismo, se ve ahora deteriorada por la recesión que también empieza a llegar al país galo. Así pues, el Frente Nacional rasga en la herida y lanza sus proclamas contra una parte de franceses que parece que después de su contribución a la grandeur française, ahora ya molestan más que ayudan. El discurso xenófobo va calando y en los ayuntamientos donde ya gobiernan han suprimido comedores sociales, ayudas a guarderías y han instaurado recortes a servicios sociales con la excusa de que está bajando el nivel adquisitivo de los franceses, los de siempre.
A pesar de esos planteamientos, Marine Le Pen ganaría las elecciones presidenciales si éstas se celebrasen ahora. Todo está en manos de una gran parte de franceses, casi 17 millones, que se abstuvieron en las últimas municipales y ahora ven el desaguisado de esos alcaldes indignos. Todavía quedan dos años, pero el FN no baja la guardia. Al más puro estilo barriobajero, siguen entonando los cánticos racistas y no esconden sus cartas. Sus eslóganes “Francia para los franceses”, “Sí a Francia, no a Bruselas” y “Primero los franceses” producen un efecto embaucador en los franceses que se creen intimidados por otros franceses de culturas y razas diferentes. A pesar de querer abrazar un discurso más moderado, la realidad es clara. Los bancos franceses les han negado todo tipo de créditos para financiar sus planes, pero Rusia ha concedido más de 9 millones de euros al partido de Marine Le Pen, a través del banco First Czech Russian Bank, aunque algunos medios franceses hablan de 40 millones. En la actual coyuntura, con una fuerte crisis institucional entre Europa y Rusia, derivada del conflicto en Ucrania, no cabe duda que a Putin le interesa que en Francia gane un partido a su medida y poder poner coto a las sanciones impuestas por Europa.
Sarkozy llega en el momento preciso. El Partido Socialista en la UVI, la izquierda al estilo Podemos descolocada y el FN en cabeza. Ese cóctel es el ideal para el triunfo de Sarkozy si los tribunales no lo impiden. Hace más de diez años, exactamente en 2002 se produjo un hecho similar. Históricamente siempre se habían enfrentado en las urnas para unas presidenciales un candidato de la izquierda y otro de la derecha. Al contemplarse segunda vuelta si uno de los dos no ganaba en la primera, los franceses daban por hecho que Lionel Jospin y Jacques Chirac serían los dos políticos que se batirían al final. La abstención de los ciudadanos más a la izquierda permitió que Jean-Marie Le Pen, el padre del FN y de Marine, llegara en segundo lugar, lo que condujo a unas de las mayores movilizaciones de la sociedad francesa para derrotar al partido racista. La imagen de comunistas votando a Chirac con la nariz tapada, dio la vuelta al mundo, que ganó con más del 82 por ciento de los sufragios. La misma que puede producirse en 2017. Parece que Manuel Valls puede borrar esa dura ilustración, pero hoy por hoy, Sarkozy sueña con su llegada triunfal al Elíseo, a la manera de Chirac.