Si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo”
Albert Camus
Media España está esta semana de vacaciones. La otra media, si me lo permiten, en paro. Tanto una como otra no pueden evadirse de unas tradiciones que impiden de alguna manera que nuestro país acceda a esa cota de libertad religiosa que sí tienen los de nuestro entorno. La Constitución de 1978 no se atrevió a romper los vínculos con la Santa Sede, y tampoco lo hicieron los diversos gobiernos socialistas, a pesar de que por aquel entonces algunos de sus dirigentes lo exigían. El caso es que la adulteración se produjo redactando un deliberado párrafo donde se especificaba la aconfesionalidad del Estado, pero destacando unos acuerdos especiales con la Iglesia Católica.
Las consecuencias de esta decisión son varias. Por una parte, la escuela pública, laica en toda Europa, oferta la asignatura de Religión Católica, con profesores pagados con los impuestos de todos, pero no la musulmana o la judía por poner un par de ejemplos. El Estado alega una falta de presupuesto y de profesores para no incluir las confesiones más numerosas, aunque desde el ámbito educativo se demanda desde hace mucho tiempo la completa laicidad y la enseñanza de la religión en las parroquias. Mientras eso no se logre, el respeto quedará en entredicho pues solamente una parte de los creyentes es potenciada por encima de otras que ya empiezan a ser visibles en el país.

La celebración de la Semana Santa en las calles de numerosas ciudades españolas es otra de las consecuencias de nuestra Constitución vigente hoy en día. Si bien es cierto que forman parte de esas tradiciones arraigadas, cada vez se hace más patente la incongruencia de estos festejos. Está bastante claro que podrían atentar contra la libertad religiosa por el hecho de exponer sus ideas en la vía pública. Mientras a los católicos se les ponen todo tipo de facilidades para realizar desfiles y procesiones, a los musulmanes se les aparca en polígonos industriales en sus actos festivos. Y eso no es todo.
En los últimos años, los diferentes gobiernos del PP han potenciado en diversas ciudades un alargamiento de la Semana Santa impulsando nuevas cofradías y nuevas procesiones que empiezan una semana antes, con tambores, cornetas, pasacalles, serenatas, besamanos, golpes en la espalda y la visualización de la sangre, con el único objetivo de imponer una única idea. El adoctrinamiento es pues, extremo. Los nuevos ayuntamientos han sido incapaces de cambiar esa situación y la mayoría prefieren mantener ese status de privilegio a la Iglesia Católica.
En algún sitio he leído una comparación entre las procesiones de Semana Santa y los desfiles con motivo del Orgullo Gay. Según esas opiniones, todos tienen derecho a organizar una fiesta, a salir a la calle y visualizar sus sentimientos. A mi entender, la religión debe mantenerse en un ámbito privado, precisamente para potenciar ese respeto mutuo que todos nos debemos.
A pesar de esta coyuntura, la Semana Santa es un negocio en todos los sentidos. Los hoteleros hacen su agosto en abril llenando los establecimientos de extranjeros deseosos de participar en una especie de carnaval inexistente en Europa. Las procesiones hace tiempo que aparcaron su sentimiento religioso para convertirse en un vistoso pasacalle en donde los diferentes pasos se pelean entre sí para poder ser el mejor. En algunas procesiones pueden verse incluso personajes profanos y cantos que nada tienen que ver con la muerte de Jesucristo y los nazarenos reparten caramelos al paso de la cruz. Y no digamos ya la presencia de la Legión y de la cabra, de la Guardia Civil y del alcalde de turno, saltándose a la torera la obligación de respetar a todos los ciudadanos a los que en teoría representan.
Para la mayoría, la Semana Santa es un período vacacional. Personalmente no me importa pararme a ver una procesión que coincide en mi camino, pero prefiero disfrutar del sol, del mar, de la montaña y de la gastronomía de allí donde me encuentre. Todavía recuerdo cuando los cines y las discotecas permanecían cerrados durante esas fechas. Y nuestros familiares nos obligaban a rechazar la carne el Viernes Santo.
Afortunadamente, algo ha cambiado, aunque nos encontramos lejos de alcanzar esa sociedad donde el respeto es la máxima prioridad y donde los valores comunes sobresalen por encima de los particulares. Solo así conseguiremos un mundo más justo y solidario. La imposición, aunque solo sea visual y en las calles, no logrará nunca esa cohesión tan deseada. Al contrario, ya que creará guetos y radicalizaciones nada convenientes para el desarrollo de las colectividades. No se trata de prohibir las procesiones, si es que alguien ha entendido eso; se trata de no asumir como propias tradiciones que solamente son de unos cuantos, de valorar la diversidad sin caer en la trampa de la apropiación como forma de vida de todos. Si un Ayuntamiento para todas las actividades con motivo de la Semana Santa está faltando al respeto a todos los ciudadanos, mientras que si ese acto aparentemente religioso forma parte del conjunto de acciones programadas en el municipio, entonces sí que sabe dirimir entre lo que es respeto y lo que es imposición.