L’ESTAT DE LA CIUTAT
El ascenso de las pasiones nacionalistas en clave de confrontación identitaria España contra Catalunya y las reacciones islamofóbicas plantean una reflexión sobre las fragilidad de los valores de la tolerancia y del respeto a la diferencia en nuestro país y en nuestra ciudad.
Nos adentramos en el sexto año de la crisis financiera que afecta con mayor virulencia a Irlanda y los países del sur de Europa. Todos, a excepción de la ortodoxa Grecia, de tradición cultural católica y fuera del área de la “ética protestante del trabajo” de Max Weber.
En Catalunya, el debate público continúa centrado en la cuestión nacional. El éxito de la Via Catalana a la Independència ha acelerado extraordinariamente los movimientos de los actores nacionales e internacionales en el proceso y fue respondida por el PP con una ofensiva diplomática ante la Comisión Europa y la concentración del Día de la Hispanidad a la que se sumó Ciutadans. Un acto que podría repetirse el 6 de diciembre, Día de la Constitución.
Se dibuja una inquietante dinámica frentista. Una somera visita a los foros de opinión de los medios de comunicación, incluido éste, demuestra la elevada temperatura política de los debates sobre el tema donde abundan los insultos y las descalificaciones y la violencia verbal está a flor de piel.
Las pasiones nacionalistas se alimentan en el combate contra los enemigos exteriores e interiores. Los nacionalismos, como observó Hannah Arendt, funcionan como una especie de religión laica donde los dogmas, liturgia y símbolos religiosos son sustituidos por los símbolos nacionales, los únicos capaces de unir a una ciudadanía atomizada y atravesada por diferencias sociales.
De la senyera a la estelada
Desde esta perspectiva simbólica, en el caso del nacionalismo catalán, asistimos a tiempo real al proceso de sustitución de un signo identitario tan importante como la bandera. Desde los inicios del catalanismo cultural y político la senyera se impuso como la enseña del renacimiento de una antigua nación, avalada por las glorias de la confederación catalano-aragonesa.
La senyera, prohibida en las dictaduras de los generales Primo de Rivera y Franco, fue en el siglo XX la bandera del catalanismo. Enseña oficial de la Generalitat republicana y de la reinstaurada Generalitat monárquica. Ahora está siendo sustituida por la estelada inspirada en la bandera cubana y adoptada por la dirección de Estat Català, el primer partido separatista, exiliada en Cuba durante la dictadura de Primo de Rivera.
Se trata de un símbolo cargado de voluntad de estatalidad. El cambio iconográfico expresa la irreversibilidad del pasaje del autonomismo al soberanismo y la determinación de sus partidarios de perseverar hasta la consecución de este objetivo. Como puede comprobarse con un paseo por el centro de la ciudad muchos ciudadanos han colgado en sus balcones este símbolo de adhesión al proceso soberanista. Pueden contarse con los dedos de la mano en los barrios de la periferia.
Si la senyera podría conservarse como la bandera de la Nación o patria catalana, la estelada se propone como la bandera del Estado catalán independiente.
Simbología e identidad nacional
La concentración del 12 de octubre reforzó la identificación catalanista entre españolismo y derecha, pero también mostró la fragilidad y contradicciones de los símbolos constitucionales de la identidad nacional española: bandera, himno y fiesta nacional.
Si en el 12O proliferaron los símbolos monárquicos, en las manifestaciones de los sindicatos y la izquierda española se ven pocas rojigualdas y muchas tricolores republicanas. Tampoco, la fecha del descubrimiento de América, el franquista Día de la Raza, leída en clave antiimperialista, resulta demasiado atractiva para las izquierdas a ambos lados del Atlántico.
La transición mantuvo prácticamente intactos los símbolos franquistas de la identidad nacional: La marcha real, un himno sin letra que no se puede cantado que es precisamente para lo que se componen los himnos, y la bandera rojigualda de los vencedores de la guerra, eso sí sin el aguilucho, o el Día de la Hispanidad.
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Ciertamente, podría argumentarse que el franquismo sustituyó los símbolos republicanos por los de la monarquía alfonsina y no incorporó lo suyos (como el yugo y las flechas) al Estado. Era lógico que la Segunda Restauración Borbónica mantuviese esa simbología monárquica cuya continuidad el franquismo paradójicamente había preservado y que encarnaba la figura del Rey, designado por el dictador y legitimado por una Constitución democrática.
La simbología republicana es la expresión iconográfica de esa otra España, heredera de la revolución liberal y democrática que hubo de combatir contra una de las clases dominantes más reaccionarias de Europa y fue derrotada en la Guerra Civil.
España, en el concierto europeo de las naciones, estaba envuelta por la leyenda negra del integrismo católico intransigente e inquisitorial que Goya supo retratar tan bien. La victoria del liberalismo significaba el triunfo de las ideas ilustradas que incubaba la Reforma protestante la lucha contra la cual había constituido la esencia misma de la monarquía hispánica, de Felipe II a Juan Ignacio de Loyola, espada e intelecto de la contrarreforma tridentina que salvó al catolicismo.
Nacionalcatolicismo
Ese núcleo reaccionario nacional-católico de las derechas hispánicas, incluida la catalana, explica la fuerza del anticlericalismo entre las fuerzas progresistas de un país sometido durante siglos al poder absolutista de la corona y el altar que había expulsado a moriscos y judíos, quemado a protestantes y herejes hasta imponer la completa homogeneidad religiosa.
Por ello, los liberales y demócratas españoles y catalanes hubieron de mantener desde la Constitución de Cádiz (1812) una durísima lucha contra las fuerzas del absolutismo con decenas de pronunciamientos y golpes de Estado, tres guerras carlistas y dos repúblicas que culminó con la Guerra Civil cuyas heridas aun no se han cerrado.
El integrismo católico español de un Donoso Cortés o un Menéndez Pelayo no tienen nada que envidiar al catolicismo ultramontano del sabadellense Sardà i Salvany o al tradicionalismo antiliberal de Torras i Bages. De hecho, la Lliga Regionalista y los católicos catalanes, con escasas excepciones como el democristiano Carrasco i Formiguera, apoyaron a Franco contra la revolución social y anticlerical que estalló en Catalunya en verano de 1936.
Quizás estas feroces luchas civiles entre las dos Españas contribuyen a explicar porqué, a diferencia de Francia, aquí no haya cuajado una simbología nacional que represente la unidad nacional por encima de las diferencias políticas y sociales de la ciudadanía, función básica de la simbología de los modernos Estados-nación.
El caso Companys
La Transición instauró una mala solución al problema de las dos Españas, a través del pacto de la amnesia, consistente en hacer borrón y cuenta nueva de la historia contemporánea del país y empezar de cero, como si no hubiera habido república, guerra civil ni dictadura. Un pacto que condenó al olvido a los millares de víctimas de franquismo cuyos cuerpos aun reposan en anónimas fosas comunes, para vergüenza mundial como recientemente la ONU le ha recordado al gobierno español.
Una amnesia que impide anular el consejo de guerra del president Lluís Companys, detenido en Francia por la Gestapo junto a otros dirigentes republicanos y fusilado el 15 de octubre de 1940 en Montjuic, como el líder cenetista y ministro de la República Joan Peiró ejecutado en Paterna (1942) tras negarse a aceptar las ofertas de convertirse en un jerarca del sindicato vertical. Un tema mal cerrado y que ha generado crispados debates en el Parlament de Catalunya y en el pasado pleno del ayuntamiento de Sabadell.
Resulta una ominosa paradoja que, mientras los gobiernos francés y alemán se hayan disculpado por su intervención en la ejecución de Companys, el español se niegue a anular el consejo de guerra sumarísimo. A diferencia de Alemania, Francia, Italia o Portugal, cuyas derechas pasaron cuentas con su pasado nazi o fascista, aquí los pactos de la transición le ahorraron ese trabajo a la derecha española. Al fin y al cabo, aquellos perdieron la Segunda Guerra Mundial o fueron expulsados del poder por un golpe militar progresista mientras que ellos la habían ganado.

España es un caso único en Europa, donde el dictador que masacró a medio país y José Antonio Primo de Rivera, fundador de la versión hispánica del fascismo, reposan en el Valle de los Caídos, algo inconcebible con Hitler, Mussolini, Pétain o Salazar. La derecha española, representada orgánicamente por el PP, no ha roto las amarras con el franquismo y una parte notable de su militancia se nutre de nostálgicos de la dictadura como se ha puesto de relieve este verano con numerosas fotos de ediles populares con el brazo en alto o con banderas franquistas.
La fallida ley de la memoria histórica de Zapatero retrata fielmente su estilo presidencial. Intentó resolver este problema mediante una reforma, sin la determinación política para ir hasta el fondo del asunto. Sin duda, temeroso por la furibunda reacción del PP y los medios de comunicación afines, ante la ruptura de lo que consideraron unos de los consensos básicos del régimen. Un tema que, ante el estupor de la opinión pública mundial, costó la expulsión de la carrera judicial de Baltasar Garzón por atreverse a husmear en las terribles historias que se esconden tras las fosas comunes del franquismo y que ahora ha retomado la justicia argentina.
El Concordato
Precisamente, el domingo 13 octubre, dos días antes de la efeméride de la ejecución de Companys, fue el elegido por las iglesias española y catalana para realizar en Tarragona una beatificación masiva de sacerdotes catalanes asesinados (unos cuantos en Sabadell) en los primeros meses de la Guerra Civil, cuando Companys ejercía la presidencia de la Generalitat. Algo que la derecha española y catalana nunca le han perdonado.
En el acto coincidieron, sin problemas de protocolo, el ministro de justicia Alberto Ruiz Galladón y el president de la Generalitat, Artur Mas. Algo nada extraño dado el común bagaje nacional-católico. También asistió, Josep Fèlix Ballesteros, alcalde del PSC de la ciudad anfitriona, mostrando hasta qué punto se han aflojado las tradiciones republicanas entre los socialistas.

La ceremonia contó con la bendición expresa del Papa ‘progre’ Francisco, que sabe lo suyo de dictaduras militares y ejecuciones extrajudiciales durante los años de la sangrienta dictadura argentina, cuando ya formaba parte de la jerarquía eclesiástica del país. En España, el apoyo de la Iglesia a Franco fue explícito a través de la famosa Carta colectiva el episcopado español que transmutó el golpe de Estado militar en Cruzada por la fe católica.
Las relaciones entre el Estado español y la Iglesia Católica están regidas por un Concordato que entró vigor antes de la promulgación de la Constitución y que le otorga unos privilegios inéditos para un Estado aconfesional. Zapatero, que amagó reformas de carácter laico, tampoco se atrevió a coger el toro por los cuernos y plantear la revisión del vergonzoso Concordato preconstitucional.
Laicidad e islamofobia
Este fondo intolerante nacional-católico, que no soporta ni la disidencia doctrinal ni la diversidad de lenguas y costumbres y aspira a la homogeneidad de pensamiento, alimenta los aspectos más excluyentes de los nacionalismos conservadores español y catalán.
Sin embargo, a pesar de su oposición estructural como enemigos necesarios, ambos coinciden en el rechazo a la diferencia cultural que implica la inmigración extracomunitaria. Ello es particularmente visible en el caso de la inmigración musulmana, en un país cuyos mitos nacionales fundacionales, en los que se han educado muchas generaciones de españoles y catalanes, giran en torno a la Reconquista y lucha de los reinos cristianos peninsulares contra los moros.
Prueba de esto son los numerosos comentarios de corte xenófobo a propósito de la celebración de la fiesta del Cordero o Sacrificio el pasado 15 de octubre en la página de Facebook de este diario digital. La situación de la mujer es utilizada como pretexto para dar rienda suelta a la islamofobia, ignorando que hasta no hace mucho en las iglesias católicas hombres y mujeres también rezaban por separado, como ocurre en las sinagogas judías. Según el relato bíblico, común a las tres religiones monoteístas, Eva nació de la costilla de Adán para proporcionarle distracción y compañía. En ninguna de estas confesiones las mujeres pueden ejercer el sacerdocio, por no hablar de las monjas católicas que, como las mujeres musulmanas, llevan la cabeza cubierta con un pañuelo.
Un principio básico de los Estados democráticos es la laicidad, es decir tolerancia a la pluralidad religiosa y el respeto a la libertad de cultos. En base a ese principio, los musulmanes que residen en nuestra ciudad y son nuestros vecinos tienen todo el derecho del mundo a practicar su religión y eso no debería mover a escándalo. Dice poco a favor de la salud democrática de nuestra sociedad las resistencias que están encontrando los musulmanes para abrir o ampliar sus centros de culto en Catalunya.
Un fenómeno que no es privativo de nuestro país. En toda Europa la crisis financiera está favoreciendo el ascenso de movimientos populistas, ultranacionalistas y de extrema derecha, uno de cuyos puntos fuerte es el rechazo al trabajador inmigrante.
