La Unión Europea, mediante la Directiva 2008, marcó un giro de 180 grados en la gestión de los residuos. Una transformación radical del modelo de economía lineal basado en producir, consumir y desechar. Un modelo que, por su propia naturaleza, agota los recursos naturales —que no son infinitos—, degrada el medio ambiente con millones de toneladas de residuos acumulados por todas partes y desaprovecha materiales valiosos que podrían tener nuevas vidas.
La alternativa a ese modelo insostenible es la economía circular, que se fundamenta en tres principios clave: reducir nuestro consumo, reutilizar lo que ya poseemos y reciclar los materiales para reintegrarlos en el ciclo productivo. El objetivo final es minimizar drásticamente la generación de residuos y cerrar el círculo del aprovechamiento de recursos, estableciendo objetivos quinquenales vinculantes para los países de la UE: pasar del menos del 50% actual al 65% de reciclaje en 2035.
La Directiva Europea se materializa en España a través de la Ley 7/2022 de Residuos y Suelos Contaminados para una Economía Circular, que obliga a los municipios de más de 5000 habitantes a establecer una tasa que cubra el coste real del servicio. Esta tasa se rige por el principio de que quien más residuos genera y menos recicla, más paga por el servicio. Sobre el papel, la propuesta tiene una coherencia lógica e irrebatible.
El problema es que los ayuntamientos, incluido el nuestro, se han limitado a crear la tasa sin cumplir los requisitos que su establecimiento conlleva: justificar adecuadamente los costes, mejorar los servicios de recogida y tratamiento e incentivar efectivamente el reciclaje entre la ciudadanía. Porque la tasa no es el fin en sí misma, sino el medio para fomentar la economía circular. Esos son los parámetros que deben utilizarse para valorar si la tasa cumple realmente con su objetivo original o si, por el contrario, se ha convertido en un mero instrumento recaudatorio. Por ello, resulta pertinente plantear cuestiones que exigen respuestas:
1. ¿Ha sido justificada económica y ambientalmente la tasa mediante un informe que demuestre cómo ese dinero se convertirá —y a estas alturas, se ha convertido— en una mejor gestión medioambiental, con datos rigurosos? Estos informes preceptivos deben ser públicos y accesibles.
2. ¿El dinero recaudado con la tasa ha servido para mejorar el sistema de separación, recogida y tratamiento de los residuos? Es decir, ¿contamos con más y mejores contenedores, recogidas más eficientes y tratamientos que reduzcan lo que acaba en los vertederos? En definitiva, ¿la ciudadanía está percibiendo una mejora tangible?
3. ¿A la hora de calcular el coste real del servicio, se han descontado los ingresos recibidos por otras vías, como la Responsabilidad Ampliada del Productor (lo que ya pagamos para el tratamiento y reciclaje al comprar un producto)? De lo contrario, estaríamos pagando dos veces por lo mismo. Conocer, con datos transparentes, cómo esto ha repercutido a la baja en la tasa es un derecho ciudadano.
4. ¿Se ha personalizado el coste de la tasa aplicando el principio de “quien más contamina, más paga”? ¿Se han implementado incentivos reales para reciclar mejor y se han establecido bonificaciones para colectivos vulnerables? No cabe la tarifa plana: hay que individualizar la carga en función de variables objetivas y justas.
La disparidad de criterios empleados por los ayuntamientos ha dejado al descubierto el lamentable papel desempeñado por la Federació de Municipis de Catalunya, los consejos comarcales y la Generalitat, incapaces de establecer directrices coherentes y unificadas. Esto, unido al distinto tratamiento dado a la tasa en los municipios -imputada dentro de recibos como el IBI o el agua-, ofrece un panorama caótico e incomprensible para la ciudadanía y para la estrategia que exige el modelo de economía circular.
Las manifestaciones, concentraciones y mociones ante los plenos municipales llevadas a cabo como protesta contra la tasa fueron desatendidas por las administraciones locales. Ahora toca exigir a quienes se apresuraron a imponer la tasa que ofrezcan respuestas claras sobre si su decisión cumplió o no con los requisitos que la ley exigía y, en función de las respuestas obtenidas, abrir otras vías de actuación que se consideren oportunas frente a lo que podría constituir una decisión contraria a derecho.
