‘¡Que le corten la cabeza!’, por Josep Asensio

No sé lo que debería hacer (Felipe VI) en este caso… No me siento capacitada para opinar porque para actuar de Rey lo tenemos a él… pero tiene que mover ficha.
Pilar Eyre, periodista y escritora

La frase pertenece al libro Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, publicada en 1865 y la repite incansablemente la Reina de corazones cuando se enfada por cualquier tontería. Claro que me imagino que mucho antes, en 1793, en la Plaza de la Revolución, actualmente “de la Concordia”, la muchedumbre gritaba lo mismo, pero en francés: qu’on leur coupe la tête! frente a la imagen impertérrita de Luis XVI. Alicia tuvo suerte y salvó el pellejo, así como las decenas de señalados por la Reina de corazones a la que, afortunadamente, nadie hacía caso. Por el contrario, Luis XVI sabía que la cosa iba en serio. La mayoría de diputados votaron a favor de su ejecución y su cabeza rodó varios centímetros antes de ser mostrada a la multitud que aplaudió la muerte del monarca. La guillotina nunca había tenido tanto poder.

Corren malos tiempos para la monarquía española; y no porque la guillotina vaya a ser rescatada de la historia o de los museos existentes por Europa y a los que llaman “de la tortura” o “de la Inquisición”. De hecho, nuestros representantes no votados pueden estar bien tranquilos, que nadie va a utilizar métodos de otras épocas para apartarlos de sus sillones. Ellos solitos van a acabar con siglos de placeres exóticos y ocultos, privilegios seculares e incesantes corruptelas.

¿Puede un rey cargarse a la monarquía de su país? Está bien claro que en España sí. Nuestro rey emérito, Juan Carlos I no lo puede estar haciendo más bien para que en un plazo no superior a diez años (esa es mi apuesta), los ciudadanos españoles digan basta a tanto desvarío. Marichalar y Urdangarin fueron pura anécdota. Unos aficionados que acabaron en la cárcel por no saber más; se lo montaron mal.

No hay más que ver a la familia Pujol. Esos sí que buscaron a los mejores abogados y se pasean tranquilamente por Queralbs y por donde les da la gana… Ahora, por fin, se pone sobre la mesa una acusación terrible, la de “organización criminal”, pero tengo serias dudas de que alguno de ellos entre en prisión.

Pero es que Juan Carlos I ha hecho muy bien los deberes para consumar la muerte de la monarquía. Primero juró los principios fundamentales del Movimiento, que era lo mismo que jurar lealtad a Franco. Después le dio la mano a Adolfo Suárez que quería, por encima de todo, finiquitar esas leyes; más tarde, firmó la Constitución de 1978, bajo la atenta mirada de políticos tan dispares como Santiago Carrillo o Manuel Fraga. Esa transición fue modélica; siempre lo he pensado. Me molesta mucho que niñatos bien comidos y bien criados, calumnien contra esos acuerdos sin tener ni idea de lo que significaron. En el fondo, se trataba de una reconciliación entre las dos Españas. O era eso u otra guerra. Creo que acertaron.
Pero, claro, ahí estaba el rey. Una patata caliente que nadie se atrevió a poner encima de la mesa en esos momentos. Nadie de los que tenemos una cierta edad podemos imaginar que alguien propusiera instaurar una república.

Básicamente porque el rey cumplió una función esencial e indispensable para la salvaguarda de la convivencia en esa transición de la dictadura a una democracia parlamentaria: la de pegamento. Sí, sí, un adhesivo entre un parlamento designado de manera poco o nada representativa y otro votado democráticamente en elecciones libres.

Los más jóvenes deberían entender lo que para España supuso que un procurador (que era un diputado designado, pero no votado, de las Cortes) como Blas Piñar, no fuera elegido en 1977 y sí en cambio el poeta Rafael Alberti y la política Dolores Ibárruri. Y ahí estaba Juan Carlos I.

Nuestro rey emérito gozó de cierta simpatía porque interesaba más dar carpetazo a la dictadura y abrir puertas y ventanas. Nunca nos interesó lo que hacía porque nos habían convencido de que era una figura insustancial, sin un valor práctico, a pesar de la asignación presupuestaria que se llevaba cada año. El mundial de 1982, la llegada del AVE a Sevilla, las olimpiadas de 1992 y, especialmente la bonanza económica, nos hicieron olvidar que nuestro representante máximo vivía a cuerpo de rey, nunca mejor dicho. Tuvo su momento durante el intento de golpe de estado, el 23 de febrero de 1981, aunque siempre nos quedará la duda del por qué tardó tanto en rechazarlo. Pero claro, como su intención última parece ser la de que se instaure una república en España, nuestro rey emérito se ha movido siempre en aguas pantanosas, en una “serie de catastróficas desdichas”, en un tsunami de incongruencias de tal calibre que va camino de lograrlo. Como muestra, un botón: hasta 2012 fue el presidente honorífico de WWF España, cuyos valores ayudó a difundir y para la que consiguió respaldo económico y justo ese año posa junto al cuerpo de un elefante. ¡Y nos enteramos del tema porque se rompió la cadera en Botsuana!

A partir de ese momento ya sale todo. No es que no lo supiéramos; es que no lo queríamos ver. Corinna Larsen, AVE a la Meca, dinero en efectivo, mucho dinero, procedente del rey de Arabia Saudí, ingresos de dudosa ética en bancos suizos, una fundación panameña llamada Lucum, cinco millones del gobierno de Kuwait, justo después de un viaje de Juan Carlos a este país… Y lo peor de todo es que, mientras todo esto pasaba, en España caía como una losa una crisis de la que todavía no nos hemos recuperado. Parece ser que, en 2010, en Bahrein, Juan Carlos aprovechó un viaje de placer para agarrar un maletín con 1,7 millones de euros en billetes, entregado por el sultán, y llevárselo en vuelo directo a Ginebra, entregándoselo a algún personaje cómplice que lo ingresó en alguna cuenta. En plena crisis…

A pesar de las evidencias, lo tenemos mal. La derecha apoya al rey emérito sin fisuras; se niega a respaldar comisiones de investigación que clarifiquen estos sucios asuntos. Tienen a un decrépito aliado: Felipe González. Nadie lo entiende, excepto que haya sacado partido de las actuaciones de Juan Carlos I. Por otra parte, Felipe VI sigue mirando hacia otro lado (algunos lo llaman estoicismo, otros indecisión) y no coge el toro por los cuernos. Su sillón se tambalea, y no porque su reinado sea un desastre, sino porque su padre ha provocado un terremoto de escala 10, completamente destructivo y que él no sabe cómo atajar. De alguna manera, Juan Carlos I está rememorando la historia de Luis XV y al que se le atribuye la frase Après moi le déluge (Después de mí el diluvio) que tenía la clara significación de que le iba a dejar a su sucesor un marrón de categoría. Los dos reyes comparten episodios muy parecidos, amantes e incompetencia. La historia se repite.

La pelota la tiene ahora en el tejado Felipe VI. Puede tener el valor de romper definitivamente con el pasado y asegurarnos un futuro de transparencia absoluta, de cuentas claras, renegando de falsos discursos. Ahí tendremos monarquía para rato. Puede seguir ignorando los desmanes de su padre y engañarnos a todos haciéndonos creer que no sabía nada. Que vigile pues. Su bisabuelo, Alfonso XIII, abandonó España tras las elecciones municipales de 1931 que fueron planteadas como un plebiscito entre monarquía o república. La historia se repite.

Foto portada: Juan Carlos I y Felipe VI.

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