ARTÍCULO DE OPINIÓN
Manuel Navas, presidente de la Federació d’Associacions Veïnals de Sabadell
La situación de Sabadell, en cuanto a conductas incívicas y/o delictivas, no difiere significativamente de la del resto de municipios de los de nuestro entorno o más allá. Sin que sirva de consuelo, esta realidad nos indica que eventos como los que hemos sufrido están ocurriendo con mayor o menor frecuencia en otras localidades vecinas, como Santa Coloma, Cornellà, Barcelona, Terrassa o Badalona, etc., por lo que puede deducirse que estamos ante un problema social de carácter estructural sobre el que realizar algunas consideraciones.
Vivimos en un Estado de Derecho que entre otras obligaciones tiene la de salvaguardar la vida y la convivencia de la ciudadanía sin recurrir a medidas desproporcionadas (matar moscas a cañonazos como los descerebrados proponen). Un Estado que cuenta con un marco legal que define qué conductas son constitutivas de delito y cuáles no, garantizando así el principio de legalidad penal. Este marco jurídico impide actuaciones arbitrarias, garantizando el derecho a una defensa real de toda persona ante cualquier acción que pueda afectar a sus libertades o derechos fundamentales. El problema aparece cuando un marco jurídico concebido para dar respuesta a cuestiones surgidas en un determinado contexto histórico y social tiene que enfrentarse a nuevos desafíos que emergen en realidades distintas, complejas y en continua evolución. En buena medida, esta es una de las tensiones actuales que define nuestro tiempo.
Asistimos a una profunda transformación de nuestra sociedad impulsada por el avance imparable de las nuevas tecnologías, especialmente las redes sociales, que está redefiniendo elementos fundamentales de la vida en comunidad: el sentido de pertenencia a una clase social, los valores culturales, las interacciones personales y comunitarias o nuestro modo de comprender, percibir y vivir. Sin embargo, lo que persiste inalterable, es la élite económica que marca los grandes derroteros del mundo y de nuestras vidas, configurando el modelo social y de ciudadanía apropiada para preservar su posición privilegiada y su dominio sobre los recursos y las estructuras de poder.
Ese contexto y esos factores generan las condiciones idóneas para que aparezcan individuos cuyo comportamiento degrada la convivencia y convierte el entorno en irrespirable, afectando negativamente al vecindario del barrio donde deciden instalarse. Una sociedad cohesionada no puede ni debe aceptar ese tipo de actitudes y comportamientos violentos o intimidatorios que atentan contra el bienestar y la dignidad colectiva.
Pero decir que “sin seguridad no hay libertad” resulta, en muchos casos, una afirmación demagógica y propia del populismo más simplista. Lo que realmente frena la libertad no es tanto la falta de seguridad, sino la injusticia social. Es la desigualdad estructural la que genera inseguridad, al producir y reproducir condiciones de exclusión, pobreza y marginación. Cuanto mayor es la inequidad, mayor es el riesgo de que se enquisten sectores sociales marginados, con pocas oportunidades y altos niveles de frustración. En este contexto, la inseguridad no es un fenómeno puntual, sino el reflejo de un malestar profundo que las políticas represivas y reactivas no resuelven, solo lo disimulan temporalmente. Por eso, sin políticas sociales profundas, sin justicia redistributiva y sin inversión real en educación, empleo y vivienda, cualquier avance en materia de seguridad será efímero porque el problema sigue latente, y periódicamente se manifestará como un estallido social que denuncia lo que años de desigualdad han ido incubando bajo la superficie.
Debe actuarse sin dilaciones contra quienes atentan contra la convivencia y la cohesión social, aplicando la tolerancia cero a quienes mantienen comportamientos que generan inseguridad o daño colectivo, al tiempo que conviene no olvidar que la defensa de una sociedad justa, segura y cohesionada no puede depender de la improvisación, sino que requiere marcos legales sólidos, instituciones firmes y una política decidida a priorizar el bien común sobre intereses individuales o coyunturales.
Y con la misma contundencia exigible para actuar contra estos personajes, también debe rechazarse con firmeza las soluciones simplistas e ineficaces frente a problemas complejos y denunciar a quienes fomentan el enfrentamiento, la polarización y el odio, movidos más por intereses electorales que por un auténtico compromiso con el bien común.
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