Masclisme - racisme

‘Asco me dais’, por Josep Asensio

“Puedes dispararme con tus palabras, puedes cortarme con tus ojos, puedes matarme con tu odio, pero aún así, como el aire, me levantaré”.

Maya Angelou, poeta

Último domingo del mes de abril. Son las once y media de la mañana. Todavía no nos imaginamos lo que va a pasar 24 horas después. Después de un largo paseo, me dispongo a coger el bus en la Plaça del Mercat. Necesito llegar a tiempo para coger algo de sombra en la Nova Creu Alta. Antes, es importante, una bebida fresca. En la parada se encuentra una pareja de ancianos gritando como si se acabara el mundo. Espetando a que no se callaran y lo oyera todo el mundo, un joven, de unos 35 años. Todavía con dolor transfiero aquí lo que dijeron:

“Yo no quiero moros en mi país. Llegan, les dan un piso y una paga. Si tienen cuatro hijos, 2.000 euros y así van sumando. Nos están invadiendo. Luego, además de las pagas salen a robar en manadas y violan a nuestras hijas. No hay derecho. Pedro Sánchez quiere lo peor para España. Mientras, en los hospitales, las moras entran las primeras. Los españoles nos quedamos fuera. Dos años para operarme de la rodilla. Los moros entran por la cara”.

No es la primera vez que oigo cosas parecidas, pero esta vez me afecta mucho. Estoy a punto de entrar en ese monólogo de despropósitos, intentando dialogar con esa persona que vomita odio contra personas a las que ni conoce. A mi lado se encuentra una chica muy joven que me mira esperando que diga algo. Ha notado mi desasosiego, pero nos callamos.

“No quiero extranjeros en mi país. No los necesitamos. Son violadores y ladrones. Nos quitan en pan y el trabajo. Si no hubiera extranjeros en España todo iría mejor y tendríamos mejores sueldos. No puede ser que estemos juntos en el ambulatorio. Si tienen que estar, pues bueno, pero en salas aparte, que los vean sus médicos, no los nuestros”.

La mujer, que ha estado callada durante todo este tiempo entra en la conversación:

“A mí me insultaron el otro día porque dije que las moras se llevan el dinero de los españoles. Me llamaron fascista. Y todo porque le dije a una señora mayor que no estaba bien que la cuidara una mora, que le iba a robar, que se iba a quedar con su pensión y con su casa. Es lo que hacen siempre”.

El joven añadió:

“Claro, tiene usted razón. Todavía hay gente que no se lo cree. Vienen de fuera a quedarse con lo nuestro. Tendría que haber más gente como ustedes, valientes que se atreven a decir la verdad. No se callen, por favor, necesitamos ese ejército de españoles de verdad que echen a Pedro Sánchez del gobierno. No se callen nunca“.

La chica que permanece a mi lado me dice con tristeza que es dominicana, que no puede más, que va a saltar y les va a decir algo, que se gana la vida dignamente, que cuida a una señora que está muy contenta con su trabajo, que nunca le robará. Los tres energúmenos siguen a la suya. Somos unas diez personas esperando el bus. Nadie dice nada. Llega el autobús. La chica y yo decidimos no subir. Nos despedimos. Le digo que esa gente no son mayoría, pero su semblante me hace pensar que no me cree.

He pensado mucho sobre lo que viví ese domingo en esa parada de autobús. Me he sentido mal, culpable por haberme callado, por no haber intentado dar otros argumentos, los que ya conocemos, pero creo que hubiera sido un acto inútil. El analfabetismo de los contertulios era más que evidente. Las dos personas más mayores pertenecían a esa inmigración que llegó a Sabadell en los años 60 y que parece que ahora no se acuerda de lo que pasó. Por el acento, andaluces. De esos que se han olvidado de la opresión que padecieron y ahora ejercen de opresores. Unos pobres atacando a otros pobres, nada que no sepamos ya. En el fondo, hubiera perdido el tiempo, me hubieran insultado, está muy claro, porque ya sabemos que cuando fallan los argumentos se utilizan improperios para acallar las evidencias. Además, estoy convencido de que el más joven hubiera sido mucho más beligerante conmigo y me hubiera llamado rojo, comunista o etarra. Nada que no sepa ya.

Cuando me he encontrado en estas situaciones, siempre he optado por ese buenismo que me enseñaron los curas. Mi argumento siempre ha sido el mismo, que son personas como nosotros, que ojalá a usted no le pase como a ellos, que no tenga que sufrir esas penurias, que tenemos que ser solidarios. De un tiempo a esta parte he cambiado. Llámenme frío, pero, aunque sé que esos tres especímenes nunca leerán estas líneas, ahora creo que lo mejor sería que esas personas que desprecian a otros como ellos, que no tienen ni un ápice de humanidad, sufran en sus carnes la miseria, el rechazo por el color de la piel, por el acento, por lo que sea. Sé que no es lo correcto, pero no me queda otra. El karma debe hacer su trabajo y yo el mío. No puedo aceptar que esas gentes que se suben al carro del racismo con mentiras y calumnias campen a sus anchas. No les haré nada malo, pero les desearé lo peor. A lo mejor así empiezan a tener algo de empatía. ¡Qué injusto es el olvido! No obstante, si te dan con el mismo palo, los recuerdos llegan al instante. Y esos palos, más agrandados si cabe, son los que se merecen esas personas que vomitan odio por la boca. Ni más ni menos.

Foto portada: campaña del gobierno de La Rioja contra los discursos de odio.

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