”Podemos hacerlo bien en este país. Vendrán tiempos difíciles. Hemos pasado ya tiempos difíciles. Y llegarán difíciles en el futuro. Esto no es el fin de la violencia; no es el fin de la anarquía. Esto no es el fin del desorden. Pero la vasta mayoría de las personas blancas y la vasta mayoría de las personas negras de este país quieren vivir juntas, quieren mejorar la calidad de sus vidas y quieren justicia para todos los seres humanos que alberga nuestra tierra”.
Fragmento de las palabras de Robert Kennedy en plena campaña electoral al conocer el asesinato de Martin Luther King (4 de abril de 1968)
8 minutos y 46 segundos que han incendiado el mundo. Casi diez minutos que no he podido ver en su totalidad. Un hombre y una frase, hasta la agonía final: “I can´t breathe” (No puedo respirar). Hasta 11 veces antes de morir. Unas imágenes que aporrean nuestra mente todavía hoy, seguramente siempre. Una rodilla, la del policía, que aplasta la garganta de George Floyd hasta la muerte. Los gritos de desesperación, cada vez menos intensos, no surten efecto ni en el compañero del policía asesino, que se limita a apartar a la gente para impedir la grabación del homicidio. Un hombre negro, un hombre, una persona, yace inerte después de esos angustiosos ocho minutos y 46 segundos. Su color de piel ha sido un hándicap que ha impedido su salvación, su detención normalizada y su declaración.
George Floyd pagó supuestamente con un billete falso en un comercio. Años atrás, otro hombre negro, Eric Garner, había muerto mientras era arrestado en 2014 en Nueva York bajo sospecha de vender cigarrillos ilegalmente. Una llave de estrangulamiento puso fin a su vida. Desarmado, como Floyd; negro, como Floyd. Desde 2012 ha habido, que se sepa, hasta doce muertes como la de Floyd. Hombres y mujeres negros, con supuestos delitos menores que han sucumbido a las salvajadas de policías blancos que no han tenido un mínimo de compasión. Seguramente sus ojos se anublaron al observar una tez negra, unos ojos blanquísimos que sobresalían de esa piel en la que no perciben más que peligro. Un falso peligro que es sinónimo de odio. Unos crímenes que en la mayoría de los casos han quedado impunes, en una sociedad donde el racismo impera a sus anchas, donde su presidente amenaza a los manifestantes hasta con diez años de cárcel. Un país grande que camina inexorablemente a la destrucción porque en sus raíces subyace la esclavitud, el desprecio hacia el diferente, porque considera ciudadanos de segunda a aquellos que no son blancos, excluyéndolos de la sanidad, excluyéndolos de la dignidad.
El dolor de Minneapolis es el dolor del mundo. Un dolor que se expande al conocer la vida de George Floyd. Aficionado al baloncesto, al fútbol y al hip-hop. Persona amable, había trabajado como guardia de seguridad en el refugio para personas sin hogar Harbour Light del Ejército de Salvación, en Minneapolis. Su hija dice que era un hombre bueno; sus amigos que tenía un gran corazón. Su amigo, su “hermano”, la exestrella de la NBA Stephen Jackson, mostró su desconsuelo por esa pérdida, aún más por ese final estrangulado por la rodilla después de todo lo que había pasado en la vida. Parecía que Floyd lograba esa estabilidad que anhelaba, pero el racismo latente volvió a cruzarse en el camino. Y el choque, desgraciadamente, resultó fatal.
Los lamentos son necesarios, pero las movilizaciones aún más. El propio Obama ha reclamado justicia. El mundo pide justicia ante esta barbaridad, pero en EEUU, la superioridad de raza se enseña desde pequeños. Y eso lo sabe bien Jane Elliott, reconocida activista en contra del racismo. La muerte de Martin Luther King Jr. fue la inspiración para que Elliott, profesora en una escuela rural del estado de Iowa, comenzara a enseñarle a sus alumnos qué es el racismo y el daño que causa. Desde entonces, y aún ahora con 87 años, se ha convertido en un referente mundial gracias a su metodología con la que, a partir de ejercicios prácticos, enfrenta a las personas a sus propios prejuicios y pone en evidencia comportamientos racistas que muchas veces las personas tienen sin darse cuenta.
Y esa misma superioridad de raza es la que obra jurados populares con ciudadanos blancos en exclusiva. En el país de la supuesta democracia auténtica, de los valores y de la ley, en miles de ciudades, de condados, las muertes como la de Floyd quedan mayoritariamente impunes. Si se consigue llevar al policía ante un juicio, este se alarga en el tiempo y la condena es rara. Hay estadísticas de esto. Desde 2005 solo 110 oficiales han sido acusados de asesinato u homicidio resultantes de un tiroteo en servicio, a pesar de que desde esa fecha 15.000 personas han muerto en situaciones como la de Floyd. De esos 110 oficiales, solo 35 fueron condenados por un crimen, principalmente por homicidio u homicidio involuntario y solo tres por asesinato. Otros 22 fueron absueltos en un juicio por jurado y nueve absueltos en juicio sin jurado. Otros 10 casos fueron desestimados por un juez o un fiscal y hay más de 20 casos criminales pendientes contra oficiales de policía. En resumen, si unas 1.000 personas mueren al año en Estados Unidos por disparos de un policía en servicio, solo 7 son acusados por asesinato u homicidio y de estos, solo 2 o 3 son condenados cada año, la mayoría por homicidio.
Las cifras son demoledoras, pero lo es todavía más el futuro. La sociedad estadounidense sigue presa de sus propias cadenas. A pesar del legado de Martin Luther King Jr., de la abolición de la esclavitud, de las leyes que están escritas y que equiparan derechos entre todos los ciudadanos, la realidad es otra; desde hace décadas. Y parece que, lamentablemente, esto no va a cambiar. Los improperios de Donald Trump unidos al silencio mayoritario de los blancos, impiden la fraternidad. Y aunque desde la minúscula España, Abascal aplauda el encarcelamiento de los manifestantes y la muerte de los inmigrantes por el ahogo económico o sanitario, el silencio, el mutismo de una gran parte de la sociedad es esencial para el enraizamiento de esa discriminación permanente. Los analistas estadounidenses coinciden en afirmar que entre los blancos hay miedo, miedo a posicionarse a favor de la comunidad afroamericana, miedo a ser señalados. Un miedo amordazado que transmuta en disimulo; un miedo que muda en ceguera y que permite el avance de las hordas racistas.
Queda mucho por hacer. Porque también desde España existen impulsores indignos que intentan desmoralizarnos. Entre estos, falsos periodistas ruines y rastreros como María Palmero que, en un artículo cuyo título no puede ser más deplorable e insensible (“El patético movimiento antirracista por la muerte de George Floyd“), afirma lo siguiente refiriéndose a las manifestaciones contra el asesinato de Floyd:
“Esta performance es del todo patética, y la han seguido desde personas anónimas a actores, influencers, artistas y demás. Y todo esto, por supuesto, es abanderado por la causa progre, la que defiende a los que considera más débiles, ya sean negros, mujeres o gais”.
Denigrante.
Las generaciones jóvenes siguen creyendo que ya está todo hecho, pero la realidad es que cada minuto que nos despistemos, hay gente dispuesta a sembrar la semilla de la discriminación, con cualquier excusa, pretendiendo que el miedo cuaje y se integre en nuestras mentes, porque saben, desde hace siglos, que el miedo es la pieza indispensable para que la máquina del racismo funcione. Desactivar el miedo está en nuestras manos. Si no lo hacemos, somos cómplices de la barbarie.