‘¿Cómo no duelen más los muertos?’, por Josep Asensio

¿Con qué derecho nos estremecemos más viendo en llamas la aguja de la catedral de Notre Dame que las casas de Gaza o de Sana –o los bombardeos de Siria o las inundaciones de Tailandia?

Santiago Alba rico, periodista y filósofo

La tarde del pasado 15 de abril sucedió un hecho al que ya estamos acostumbrados  desde hace décadas. Un suceso lamentable que es capaz de aglutinar todos los consensos, todas las ideas en una sola. Una acción, de momento accidental, que posee la particularidad de fusionar a una colectividad para que camine en un sentido concreto. Un símbolo, otra vez un símbolo, que, en llamas, hace crecer las conciencias, mucho más que cualquier otra cosa.

Escribo esto con toda la rabia del mundo, porque he estado diversas veces en París y todas ellas he visitado la catedral de Notre-Dame, descubriendo sus rincones, sus torres y su paz interior. Respetando en cada momento tanto su valor histórico como el lugar de culto que representa para los católicos. Por eso entiendo muy bien tanto a aquellos que se pusieron a rezar ante una iglesia en llamas, como a los que, siendo laicos, lloraban la pérdida de un emblema nacional, el monumento más visitado del mundo, según algunas fuentes.

No obstante, ya en las primeras horas del desenlace final, todavía con las brasas incandescentes, y mientras los drones sobrevolaban la cubierta de Notre-Dame, esa élite que parece que ya está bastante claro que domina el mundo, se lanzaba a una competición poniendo sobre la mesa diversos millones de euros. Horas después, el propio presidente de Francia, Emmanuel Macron, sacaba de la chistera más dinero y suspendía una declaración institucional donde debía haber presentado una batería de medidas para responder a la crisis de los “chalecos amarillos”; también la alcaldesa de Paris, Anne Hidalgo, e instituciones diversas, se apuntaban a unas donaciones de escándalo. Cuando escribo estas líneas, la colecta internacional lleva recaudados casi 16 millones de euros, al margen de la que, como digo, han impulsado diversas familias adineradas del territorio galo.

En un primer momento, la visión me produjo una sensación de pena, por lo expuesto anteriormente. Confieso que no me preocupaba la pérdida de objetos del interior de la catedral y sí la posibilidad de un derrumbe que afectara a los efectivos que allí estaban trabajando. Horas después me sorprendió la parafernalia montada a partir del desastre, la exactitud con la que los medios franceses daban cuenta de los detalles, la medida exacta del tiempo que predecía ese derrumbe si los bomberos no hubieran dejado de lanzar agua. Las teorías de la conspiración ya corren veloces por internet. No voy a ser yo quien las propague. Sin embargo, quien detenta el poder, tiene la posibilidad de manejar los hilos a su antojo, manipulando las conciencias de sus súbditos. No faltan voces que señalan el supuesto accidente (la investigación acaba de empezar) como una acción para desviar la atención, no solo de los franceses, sino del mundo entero. Se dijo en su momento del atentado de las Torres Gemelas, plasmado en un libro escrito precisamente por un francés, Thierry Meyssan, y que tenía por título La gran impostura. Meyssan, activista y defensor de los derechos humanos, demuestra, con todo tipo de documentos, el montaje de un acto preparado por la CIA. Publicado en 2002, sostiene que se trató de un complot para “modificar las opiniones y para forzar el curso de los acontecimientos”. ¿Quién nos asegura que no se trata de lo mismo ahora? ¿Damos por hecho que ha sido un accidente? ¿Cómo es posible que un monumento de esa importancia careciera de seguro? ¿Por qué ese interés inusitado en unir a los franceses, a los europeos, al mundo entero, en la reconstrucción de una catedral? ¿Hay algún otro interés especial en que la población mundial traslade sus pensamientos hacia ese símbolo? ¿Quién se atreve a denunciar la cantidad de dinero que este accidente está moviendo? Muy tímidamente algunas organizaciones humanitarias, de izquierdas y filósofos humanistas, pero con el miedo a ser tratados de insensibles (?) o antipatriotas.

Comparar en estos momentos es delicado y seguramente contraproducente. Pero es necesario manifestar la contrariedad que se produce en muchas personas cuando en dos días se recaudan cifras astronómicas, con una movilización de locos. No obstante, los que parecemos perturbados somos aquellos que criticamos esta orgía de dinero, esta competición de ricos, esta indecencia permanente que olvida a los que sufren, que mira hacia otro lado cuando miles de personas se ahogan en el Mediterráneo y se vanagloria de dar unas limosnas para mantener en pie unas piedras. No es demagogia. Es hartazgo. Es un cansancio desmesurado al comprobar que sociedades enteras se movilizan por una alegoría, por una iconografía hueca, por una ficción engañosa, y, en cambio, permanecen paralizadas e inactivas ante los desastres reales, ante la muerte.

¿Cómo es posible que la decadente Europa y sus ciudadanos cierren los ojos ante el cementerio en el que se ha convertido el mediterráneo, ante los conflictos bélicos enquistados en el mundo, ante el desastre medioambiental que va a acabar con la humanidad y, en su lugar, aplauda y se emocione con esa abundancia obscena de billetes que no van a salvar ninguna vida? ¿Qué nos ha pasado para que el dolor ya no lo sea por la pérdida de una vida humana?

“El que no sienta más horror instintivo ante la destrucción de un templo concreto –o de un niño concreto– que ante la destrucción de un país o un planeta es que da por perdida la salvación de la humanidad –y por indigna su existencia”, asevera Santiago Alba Rico.

Los científicos hablan de un punto de no retorno en tema medioambiental en doce años. Actores como Harrison Ford claman en el desierto que “si no detenemos la destrucción de la naturaleza, nada más tendrá importancia”. Greta Thunberg, la niña que ha sorprendido al mundo por sus reflexiones en torno al cambio climático, lamentaba el incendio de Notre Dame, pero afirmaba que ésta podía ser reconstruida, no así el “edificio” común, la Tierra, si no se tomaban medidas inmediatas. La moralidad y la ética se encuentra en el equilibrio, en saber combinar las acciones de manera mesurada, en apostar por soluciones inteligentes que no rompan ese equilibrio humanístico ya muy afectado. Cuando la balanza se inclina hacia lo banal, hacia las piedras inertes, por mucha historia que tengan, quedando en evidencia la falta de escrúpulos y la hipocresía, entonces ya no queda nada. Es muy posible que, dentro de doce años, incluso antes, la catedral de Notre-Dame luzca reluciente gracias al esfuerzo de muchas personas, pero también es más que probable que el cambio climático, la emigración y las muertes causadas por las altas temperaturas, el deshielo de los polos y otras consecuencias desastrosas, nos hayan cambiado la vida por completo. Quizás entonces nos demos cuenta de qué era lo más importante.

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