Hace unos días recibía un mensaje en el que me comunicaban que el pimiento se vendía en los supermercados a más de cuatro euros y el pepino a más de dos, y que estos precios nada tenían que ver con la guerra de Ucrania, pues venían de Almería. Consecuentemente, culpaba a esos nuevos ricos del levante almeriense de ser la ruina y de provocar el hambre en esta España convulsa en la que vivimos. Casi al mismo tiempo, me asaltaban las imágenes de la demolición del asentamiento de El Walili, donde centenares de trabajadores sin papeles trabajan en condiciones infrahumanas bajo los plásticos. Esa gente, en su mayoría marroquíes y senegaleses, se han ido ubicando en otros espacios similares, como los cercanos Atochares y Barranquete, también conformados por decenas de infraviviendas. Esa zona pertenece al municipio de Níjar, gobernado por el PSOE, pero ante el avance de la extrema derecha de Vox, que ya logró la victoria en las últimas elecciones generales con un 35 por ciento del voto total, muchos alcaldes socialistas intentan a la desesperada ‘limpiar’ esos espacios que dan pingües beneficios a los dueños de los latifundios. Darles un cobijo adecuado, ofreciendo vivienda social, obligar a los empresarios a contratarlos legalmente y a pagarles el salario mínimo obligatorio, no entra en los planes de esos alcaldes o alcaldesas, que prefieren mirar hacia otro lado, barrer la miseria, aunque solo sea por unos momentos, aun a sabiendas de que se instalarán pocos metros más allá de su término municipal.
No es la primera vez que escribo sobre la situación de esta zona de España y de la necesidad de tomar conciencia sobre lo que allí está pasando. La patronal no desea a estos trabajadores, pero los necesita. Los sindicatos sufren el acoso de las mafias empresariales ligadas a Vox, en una constante lucha por legalizar la situación de esos jornaleros que no llegan a cobrar el salario mínimo y que son explotados de manera invisible a la mayoría. En toda esta vorágine, al racismo institucional y político que sufren las 4.000 personas que viven en los campos de Níjar (unas 7.000 en toda Almería), con jornadas de unas diez horas por 30 euros, se suman los incendios de sus barracas por parte de cuadrillas de extrema derecha que pretenden más generar miedo que el desalojo. El ayuntamiento socialista, no solo no condena esos hechos, sino que se niega a empadronar a esos trabajadores, pues no disponen de vivienda; un pez que se muerde la cola y que favorece a esos empresarios que se escudan en esta circunstancia para no pagarles lo que se merecen. La conclusión es que los trabajadores no tienen posibilidad de futuro donde viven, porque, para obtener el permiso de residencia, necesitan demostrar una estancia legal de tres años, además de un contrato laboral; en definitiva, un sistema esclavista en pleno siglo XXI.
El año pasado, el periodista Fernando González, Gonzo, entrevistó a varios de los habitantes de las chabolas de Níjar en su programa Salvados, un duro testimonio de la situación que allí se vive. Igualmente interesantes los reportajes Cinco euros la hora, sin papeles y en una chabola en El Walili: así viven los temporeros desalojados en Níjar y Jornaleros en chabolas de Almería: un incendio en Níjar vuelve a mostrar la “realidad vergonzosa” en la huerta de Europa, que muestran sin tapujos una humillación, un escándalo también, y por el que parece que no mostramos ninguna empatía como consumidores.
Y paseo por uno de esos supermercados donde los precios han subido espectacularmente, donde observo esos pimientos y esos pepinos bien ordenados en sus cajas, como clones de un único espécimen, a precios que no me cuadran con lo que se les está pagando a esos trabajadores y trabajadoras de Almería. Y me entero de que muchas cadenas de distribución se llevan toda la producción a cambio de pírricos precios, aumentándolos más del 300 por ciento en las estanterías de esos supermercados conniventes con el esclavismo actual. Y me niego a seguirles el juego. Soy consciente de que dejaré de consumir pimientos y pepinos; también alcachofas y tomates; y quién sabe si casi toda la fruta y la verdura que se agolpa en los estantes de esos establecimientos donde empresarios sin escrúpulos se erigen en ‘generadores de riqueza y bienestar’, mientras aplauden la indecencia, negándose a apoyar una mínima subida de los salarios de la mayoría para que puedan amortiguar un poco su usura. Los suyos, inmorales y obscenos, son vendidos como necesarios para poder mantener en sus puestos de trabajo a millones de trabajadores, para conservar esos márgenes de beneficio con los que subsistir.
Y no se me ocurre otra cosa que el boicot, sabiendo que me van a criticar porque si ellos no venden, los trabajadores van a la calle. Otro pez que se muerde la cola y del que me van a hacer sentir culpable. Ellos, nunca lo son. Y dejando de comprar ese pimiento y ese pepino, estoy convencido de que voy a ayudar a bajar los precios. Igual me equivoco, pero no quiero ser cómplice de esa deshumanización constante que se produce en los campos almerienses, andaluces y murcianos. Seguramente, me costará encontrar payeses cercanos que no me engañen. Al menos, me sentiré bien conmigo mismo. O no.
Foto portada: incendio en el campamento de Walili. Autor: Santi Donaire, @esedonaire, via Twitter.