‘El veneno nuestro de cada día’, por Josep Asensio

Hace un par de meses que me instalé una de esas apps que, inspeccionando el código de barras de un producto, nos dice si es más o menos bueno para nuestra salud. La mía tiene nombre de un tubérculo del que se obtiene la tapioca. La verdad es que no estoy muy seguro de haber tomado la decisión correcta porque, desde entonces, antes de introducir un artículo en mi carro de la compra, saco mi móvil, abro la aplicación y compruebo si es “excelente”, “bueno”, “mediocre” o “malo”. Esto, además de ocasionar una permanencia más larga en el establecimiento, provoca las miradas de otros compradores que observan, no sin cierta perplejidad, todos mis movimientos, especialmente el más extravagante, que es, sin duda, el hecho de coger un producto, buscar el código de barras, posicionarlo en el recuadro de la aplicación y esperar el resultado, para, instantes después, dejarlo en la estantería donde se encontraba. Confieso que alguna de esas personas me ha preguntado directamente qué hacía y ha mostrado su interés en utilizar el mismo sistema para conocer con detalle los ingredientes de los diferentes artículos del supermercado. Algún empleado me ha reñido, por decirlo de alguna manera, con aquella típica pregunta incisiva y conocida por todos: ¿necesita usted algo? A lo que el cliente siempre responde: ‘No, gracias, estoy mirando’. Pero el trabajador no se fía y sigue mirando, aunque en realidad no puede hacer nada.

Mi intención con este artículo no es señalar a ningún supermercado en concreto, pero creo que adivinarán al instante de cual se trata. Como todas las cosas en este mundo, el uso que se le dé a esta aplicación puede convertirse en obsesivo, porque en la mayoría de los casos, los productos son malos o mediocres, contienen elevadas cantidades de sal y de grasas saturadas o productos químicos sospechosos de ser cancerígenos. En la leche, por ejemplo, algunas marcas añaden difosfatos, lo que, en exceso, puede aumentar el riesgo de enfermedades cardiovasculares y tener un efecto nocivo para los riñones. Algunos fabricantes añaden saborizantes, sabores artificiales, creando un sabor nuevo que no existe en la naturaleza, sin especificar de dónde lo extraen; un peligro real y desconocido para nuestro cuerpo. La lista es larga: mono y diglicéridos de ácidos grasos, dióxido de azufre, glicerol, sorbitol, ácido sórbico, propionato de calcio, benzoato de sodio, glutamato monosódico, guanilato sódico…

Aliments processats
Alimentos procesados

En cuanto a los productos de limpieza, de droguería o de perfumería, la cosa no puede ser peor. La mayoría contienen alérgenos, disruptores endocrinos, potenciales carcinógenos e irritantes, algunos de ellos, cremas faciales que lo único que hacen es perjudicar a la epidermis, cuando creemos todo lo contrario. Lo más sorprendente es que gran parte de esos productos que son muy peligrosos para nuestro organismo, se envuelven en etiquetas multicolores, en donde destacan las palabras “natural”, “con aloe vera”, “vegano”, “sin conservantes ni colorantes”, “sin azúcares añadidos” y otros señuelos; no obstante, la realidad dista mucho de ofrecernos un artículo de calidad.

Quizás lo mejor de esta aplicación es que ofrece alternativas sanas que pueden encontrarse fácilmente en otros supermercados, algunas también marcas blancas que rechazamos porque el envoltorio no es tan llamativo.

Mi paso por diferentes supermercados me ha llevado a conclusiones diversas. El más famoso, aquel que destaca por el verde en su fachada y en su interior, es el que menos productos sanos posee. Y no digamos el género situado en las estanterías de su llamativa perfumería. Productos químicos por doquier, muchos de ellos de demostrada peligrosidad y que se relacionan con enfermedades como el Alzheimer o el Parkinson. Yo me lo pensaría antes de ponerme una crema en la cara o en el cuerpo, o de enjabonarme con un determinado gel de ducha de olor penetrante. En este mismo establecimiento, las grasas saturadas y la sal sobrepasan los límites normales en la mayoría de productos procesados; galletas, bollería industrial, barritas energéticas y snacks contienen tal cantidad de azúcares y grasas que, aunque se engulla una mínima porción, ya estamos dañando a nuestro cuerpo. El problema de esta superficie comercial es que no ofrece productos ecológicos o con ingredientes no perjudiciales. No pasa lo mismo con otros dos, de capital alemán, que sí que empiezan a tener una mayoría de artículos que pasan por “buenos” o “excelentes” en la aplicación de la que les hablo. Con esto no quiero decir que no existan también los otros, especialmente en artículos de hogar y perfumería donde coinciden con el primero. Pero es verdad que ya hace tiempo que en sus estantes existe carne ecológica respetuosa con el bienestar animal, así como productos lácteos con la misma característica y huevos de gallinas criadas al aire libre. El supermercado de capital español ignora por completo estos aspectos, convirtiendo la comida en un negocio. A este respecto, es muy interesante el artículo El negocio de la comida: azúcar, grasa y sal, en el que deja bien claro el papel de la industria alimentaria: el dinero antes que la salud.

“La idea principal no era dañar al consumidor sino el vender sus productos, de eso no hay ninguna duda. Pero persiguiendo ese objetivo ‘lógico’ de ganar dinero, como cualquier empresa, se olvidaron de tener en cuenta el propósito del apellido de esta industria: alimentaria”, afirma en uno de sus párrafos.

Quiero destacar el caso de los embutidos, donde los nitritos y los nitratos están siempre presentes, a pesar de los estudios que relacionan estos compuestos con el cáncer colorrectal. Ya existen en el mercado jamón, lomo, chorizo y fuets sin estos ingredientes tan perjudiciales para la salud, pero las grandes marcas prefieren seguir utilizándolos y gastarse el dinero en grandes campañas publicitarias para engatusarnos, manipularnos y mentirnos elaborando un spot de varios segundos donde las miradas, el corte jugoso del fiambre y una frase concluyente, nos hace ensalivar de inmediato, olvidándonos de que se trata de una mascarada, de puro marketing y, en definitiva, de una treta para seguir manteniendo un sistema que nos cuida muy poco.

Después de todo este tiempo utilizando la aplicación, he cambiado mis hábitos alimenticios. Tenía un poco de recelo porque pensaba que me iba a condicionar todo mi tiempo, que me iba a absorber de tal manera que me iba poco menos que a convertir en un paranoico. Pero no; he aprendido a rechazar lo que no me convenía, pero también a hacer mis compras menos compulsivamente y más pensando en mi salud.

En 2017, 11 millones de personas murieron en todo el mundo por enfermedades relacionadas con una dieta desequilibrada. Es casi diez veces más de las muertes en el mismo periodo provocadas por accidentes de tráfico. En esa dieta mortífera destacan las bebidas azucaradas, la sal y las carnes procesadas.

Los científicos nos advierten de que un pequeño gesto, una sola lata diaria, es letal para nuestra salud; ellos mismos lo llaman “matarse de una manera lenta”. Podemos evitarlo mirando la etiqueta antes de comprar. Es también un acto de ética compartida. Cuanto más se quede un producto en una estantería, más le estamos llamando la atención al fabricante para que deje de incluir pequeñas cantidades de veneno que acabarán, sin duda, teniendo consecuencias muy graves para nuestra salud. Como en todo, la unión hace la fuerza.

Comments are closed.