Foto portada: Gabriel Rufián, a la tribuna del Congrés dels Diputats, aquesta setmana. Foto. fotograma d'ACN.

‘Las tres balas de Rufián’, por Josep Asensio

Es muy probable que me esté equivocando dedicándole unos minutos de mi tiempo a este esperpento de político llamado Gabriel Rufián. No obstante soy incapaz de abstraerme de esa imagen de las tres balas en el estrado del Congreso de los Diputados, colocadas con esa calculada frialdad característica del diputado de Esquerra Republicana. No me negarán que su puesta en escena, milimétricamente pensada y ejecutada, lo hace merecedor de una actuación memorable, de esas que quedan en las mentes de los que en esos momentos están pendientes de los asuntos de estado. Porque, Rufián, esa mezcla de niño malo, malote, con esa media sonrisa y ese arqueado de cejas que le confiere un halo de soberbia inconmensurable, es, en definitiva, un gran actor. Me atrevo a afirmar que es su gran frustración. De hecho, ¿qué son los políticos sino meros actores, con papeles y caracterizaciones diferentes según la conveniencia del momento?

Me cuentan que Rufián participó en alguna obra de teatro en su etapa escolar, bueno, como la mayoría. No obstante, nunca se atrevió a dar el paso presentándose a castings porque eso era incompatible con su carácter engreído y arrogante. Era mucho más fácil entrar en un partido político y escalar, trepar y encumbrarse a base de llamativos espectáculos y exhibiciones que lograran el aplauso del personal de turno. No cabe la menor duda de que es un especialista en atraer a su terreno a cualquiera, a desplazar la atención hacia él mismo, en un sorprendente juego de malabares que acaba con él como protagonista.

Y eso es justamente lo que acaba con él. El monstruo se ha hecho tan grande, se ha alimentado tanto, que ha acabado por explotar. No es una percepción mía. Ya saben eso de que cuanto más se sube, más fuerte es la caída. Y Rufián, engordado por ese ego que posee, hinchado por los que le ríen las gracias, ha sucumbido a su propio éxito, malogrando muchas de las frases y acciones en las que, todo hay que decirlo, tenía mucha razón. Esas incisiones que hacía de vez en cuando, nos hacían pensar, nos volvían de inmediato a realidades que habíamos aparcado y él, con esas irónicas y burlonas explicaciones, breves, muy breves la mayoría de las veces, nos convencía, y vaya si lo conseguía.

Pero lo ocurrido el pasado martes en el debate del estado de la nación, traspasa todas las líneas. Esos humos y esa vanidad que rodea la personalidad de Rufián, quedaron nuevamente patentes con esa escenificación de las tres balas, colocadas de manera contundente ante la mirada atónita de Pedro Sánchez y de millones de españoles. Pero es que, además, esta vez ha mentido. Esas balas recogidas en la valla que separa Marruecos de España en la frontera con Melilla, no mataron a 37 personas tal y como afirma Gabriel Rufián. Son balas de fogueo que sirven para impulsar botes de humo y pelotas de goma, utilizadas normalmente por la gendarmería marroquí. Hay que ser muy ruin y mezquino para asegurar que “esas balas” han matado a personas, pero aún es más indigno y despreciable si cabe, querer quitar el protagonismo a un presidente del gobierno que intenta de alguna manera encauzar esta crisis que nos atenaza. Rufián quería, por encima de todo, ser el actor principal, apartar de un puñetazo a un Pedro Sánchez que, por fin, se atrevía a plantar cara a los que se enriquecen a costa de recibos de luz inflados, comisiones bancarias fraudulentas y otros procedimientos de dudosa ética. Hasta su público fiel, esa claca llamada Podemos y que aplaude cualquier ocurrencia de Rufián, quedó estupefacta y sobrecogida al percatarse de las intenciones de un diputado que ya no es capaz de discernir el momento adecuado para llevar a cabo su espectáculo.

Resulta lamentable que, en un momento donde lo importante son las medidas económicas y sociales que se pongan en marcha para parar o aminorar la sangría que representa el alza de la inflación, Rufián aproveche para sacar lo peor de él mismo.

Podría haber sacado una manzana, un pimiento o una sandía, pero fue a hacer daño, a clavar un puñal por la espalda a Pedro Sánchez, quizás una advertencia, un aviso, una amenaza, quién sabe. Con ERC, nunca se sabe.

La historia de este partido es tan cambiante como escabrosa. Y Rufián cumple a rajatabla los estándares de su partido. Está puesto ahí para remover conciencias, acción muy loable y que ha cumplido muchas veces con pulcritud. Lo del martes pasado no tiene nada que ver. Pertenece más bien a aspectos relacionados con esos defectos que todos tenemos en algún momento de nuestras vidas. Estoy convencido de que los miembros de su propio partido ignoraban esa acción, esa teatralidad, esa cagada en forma de tres balas de fogueo. Quizás la envidia echó el resto y Rufián fue presa de su propia pedantería. El caso es que no era el momento ni el lugar; y mucho menos mentirnos de esa manera tan burda. Torres más altas han caído y Rufián ya se ha derrumbado, al menos para mí.  Las balas ya entraron en el Congreso de los Diputados una vez y estuvieron a punto de acabar con un derramamiento de sangre y con la incipiente democracia. Rufián las ha vuelto a introducir de manera soez y vergonzante. O no tiene memoria o no sabe lo que es el respeto; o las dos cosas juntas.

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