Guerra

‘¿Por quién doblan las campanas?’, por Josep Asensio

“El conflicto de Ucrania, piedra de toque donde la ‘civilizada’ Europa debería demostrar que es quien dice ser, está siendo el teatro esperpéntico donde los líderes de la UE muestran su hipocresía y su sumisión, donde la mayoría de la prensa exhibe su insolvencia y su servilismo, y donde gran parte de los europeos deja en evidencia su racismo y su estulticia”.

Pedro Olalla, escritor, filósofo y helenista

“La apuesta por las vías diplomáticas tiene que ser real y traducirse en hechos concretos. Contribuir a la escalada bélica puede llevarnos a un escenario impredecible y muy peligroso”.

Ione Belarra, ministra de Derechos Sociales

Me imagino un niño palestino, afgano o sirio absorto con las imágenes de la guerra en Ucrania. También a su madre abrazándolo, intentando comprender esa ola de solidaridad, esa intrínseca necesidad de armar a los civiles que han sido atacados por Vladímir Putin en Ucrania, mientras ellos mueren un poco más cada día en la más absoluta soledad.

Y la manipulación es tan evidente, tan salvajemente cruel, tan intimidatoria, que los europeos caemos como moscas ante un conflicto que no va con nosotros. No obstante, nos han hecho creer que corremos peligro, que una potencia llamada Rusia, pretende invadirnos, cargarse nuestras democracias, acabar con todos los valores de la unión europea.

Y de la misma manera que José María Aznar nos metió en la guerra de Irak, bajo falsos indicios de existencia de armas de destrucción masiva, Pedro Sánchez se une a esa alianza ‘en favor de la paz’ enviando armas a Ucrania. La mayor de las incongruencias. Un paso que puede ser fatal. Y no se entiende tanta unanimidad.

Hasta los países que han mantenido desde hace décadas su neutralidad, como Suecia, Finlandia y Andorra, se afanan en apuntarse a la lista de favorables a la guerra. Y esas ‘adhesiones’ no paran. El Ayuntamiento de Barcelona, en boca de su concejal de Cultura, Jordi Martí, ha exigido a los directores de espacios culturales que contraten solo a los artistas rusos que “condenen la guerra y exijan la paz”, una manera más sibilina que sirva para expulsar a los que sean sospechosos de colaboracionismo del régimen de Putin . Algunos se preguntan si deben los artistas rusos sufrir represalias por la invasión de su presidente. ¿Caza de brujas? Pedir la paz puede ser hasta peligroso en estos momentos, pues puede ser interpretado como que no se está con el agredido. ¿Miedo, quizás? Seguro.

Y me percato de la histeria colectiva que ha significado este conflicto. Equipos de fútbol fotografiándose con la bandera de Ucrania, expulsión de competiciones diversas de los equipos rusos, aun cuando estos tengan personas de diversas nacionalidades en su seno, como es el caso de los ballets. Y titulares de periódicos que no intentan más que azuzar la guerra… Ni un atisbo de trabajar por la distensión, por la paz. Hasta una conocida sala de fiestas de Barcelona deja de servir vodka ruso y un restaurante de Zaragoza boicotea la ensaladilla rusa convirtiéndola en “ensaladilla de Kiev”. Parece una broma, pero entra dentro del lavado de cerebro al que nos obligan. Y ese “no a la guerra” tiene perversas connotaciones, pues no es más que un “no a Putin”, convirtiéndose poco a poco en un rechazo a todo lo que venga de ese país, un grito a más sanciones, a tensar la cuerda, a poner al límite todos los mecanismos, hasta los nucleares. No es un “no a la guerra” pacifista; tiene mucho más de “ardor guerrero”. La prueba, la manifestación celebrada el miércoles en Barcelona, en que faltó el colectivo ucraniano porque consideraba ‘naif’, ingenuo, ese grito por la paz, criticando que el manifiesto era una “proclama antibelicista”. Más incongruencia, más dosis de doble moral.

Mientras tanto, la prensa cumple sin escrúpulos su papel al servicio del poder, seleccionando imágenes de niños y mujeres, de llantos y exilios, olvidándose por completo de conflictos enquistados en el tiempo renegando de otros abusos cometidos por los mismos en otros territorios, obviando a aquellos que se ahogan en los mares, que mueren por disparos a bocajarro de la policía y del ejército israelí desde hace más de setenta años, a aquellos que tratan de escapar de la guerra, de la miseria, del hambre. Y esa solidaridad europea se muestra como un lavado de cara a la mala conciencia. Centenares de personas esperan a los ciudadanos ucranios en la frontera con Polonia o Rumanía con largas hileras de ollas con comida caliente. Llegan exhaustos y son recibidos con las manos abiertas, con salvoconductos que han obtenido sin problemas, en minutos, con destino a varios países europeos, entre ellos España, donde se establecerán también sin problemas.

La UE dará permiso de residencia, de trabajo y acceso a educación a los desplazados por la invasión rusa, mientras echa a patadas a refugiados de otras nacionalidades. ¿Qué nombre tiene eso?

Está claro que Putin es un matón, un sátrapa, en palabras de Pedro Sánchez, y que Rusia no es una democracia real. Estamos de acuerdo, además, en que esta reciente incursión es ilegal según el derecho internacional. Pero no es correcto el mensaje que recibimos de los medios de comunicación mayoritarios que nos describen una situación donde un malvado estado ruso invade un inocente país pacífico e indefenso. La situación es mucho más compleja que esa muy simplificada explicación. La oposición ucraniana, o movimiento Euromaidán, llevó a cabo un golpe de estado contra el gobierno legítimo prorruso de Víktor Yanukóvich en 2014. Inmediatamente, se eliminaron las protecciones vigentes para el idioma ruso, incluso en regiones donde el ruso es el idioma principal de hasta dos tercios de la población. Después del golpe de estado, los famosos acuerdos de Minsk preveían cierto autogobierno para las regiones orientales, pero esto nunca se implementó. Además, Ucrania se comprometía a no entrar en la OTAN. Zelenski renegó de esos acuerdos y su ejército libró una guerra civil durante los últimos ocho años contra las regiones de mayoría rusa, que ha causado 14.000 bajas solamente en las regiones del Este del país, incluida la ciudad de Odesa.

La ampliación de la OTAN hasta sus fronteras que Rusia considera, no sin fundamento, una violación de lo acordado y una amenaza a su seguridad, ha sido el argumento central de la reclamación del Kremlin durante las sucesivas etapas de supuesto diálogo para evitar la guerra. Habría que preguntarse por qué el rechazo estadounidense a todo compromiso al respecto ha sido tan tajante. ¿Quizás porque Ucrania es, en el fondo, un país con grandes potencialidades agroalimentarias y mineras? ¿Quizás porque sus materias primas son tan importantes como para no dejarlas en manos de Rusia?

¿Por qué el establecimiento de un estatus de neutralidad para Ucrania similar al de Austria o Finlandia, que por cierto nunca han estado por ello indefensas, menos aún amenazadas, no se ha querido ni siquiera debatir? Se dirá que es una cuestión de principios, de defensa de la soberanía territorial de Ucrania. Todo muy épico pero muy ajeno a la realidad. Y muy hipócrita.

Quizás lo más patético es ver a Israel condenar el ataque de Rusia a Ucrania porque “viola el orden internacional”, mientras que su estado nunca ha cumplido ni una sola de las resoluciones de la ONU, un organismo, por cierto, muerto, sin ideas, subyugado a los designios y voluntades de la OTAN, de EEUU, del imperialismo más rancio.

Las puertas se abren y se cierran según conviene y no son extrañas ya las protestas en las redes sociales contra esa solidaridad impuesta, contra ese conglomerado de falsedades, contra esa selección tan repugnante y dolorosa que nos muestra todo el apoyo hacia unas gentes determinadas. No hace mucho, esas mismas fronteras (especialmente Polonia) cerraban sus puertas a cal y canto a otros niños, a otras mujeres, sedientos, hambrientos. Les daban patadas y los trataban como a animales. Incluso los dejaban morir de frío al pie de una alambrada. La propia presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, apela al carácter étnico de los refugiados ucranios al considerarlos “de los nuestros”. Muchas organizaciones de derechos humanos están recibiendo quejas por su implicación en esta guerra mientras que callaron cuando los niños muertos eran de otras razas y religiones.

“Cuando Estados Unidos invadió Irak Siria y mató a miles de niños y mujeres, ¿dónde estaban ustedes? ¿Dónde quedaron sus solidaridades? Cuando Estados Unidos estaba ocupado en destruir otros países, ustedes miraron hacia otro lado y siguen haciéndolo ¿De repente todos ustedes se emocionaron?, le espeta un cibernauta a un anuncio de UNICEF que pide ayuda a los niños ucranios.

Otras voces claman contra el genocidio del pueblo palestino, contra la limpieza étnica que dura ya 73 años, pidiendo suspender a los equipos israelíes de todas las competiciones.

Y me sigo preguntando por qué hemos caído en esa trampa de distinguir a los que sufren por el color de su piel, por la religión que profesan. Y veo las caras de niños y niñas de primera y de tercera categoría. A los primeros se les tiene pena y lástima y se les ayuda; a los últimos se les tacha de “efectos colaterales de la guerra” y se les deja morir. Y cierro los ojos ante lo que se avecina en Europa, donde nuestros dirigentes se han rendido a los pies de EE.UU, sin un criterio ni propio ni común. Y se señala a los países que pretenden quedar al margen del conflicto, se les coacciona para que acepten el nuevo “orden mundial”; y se expulsa, por ejemplo, al director de la orquesta de Róterdam por ser “tibio” con Putin; y se humilla a todo un pueblo porque su presidente es un dictador. ¿Tiene sentido? Y las campanas solo doblan por unos mientras enmudecen por otros. ¿Qué diferencia hay entre los que huyen de la guerra en Ucrania y los que hacen lo mismo en otros puntos del mundo?

Para mí, ninguna; para Europa, ya lo estamos viendo.

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