Una viñeta sobre prejudiocios. Fuente: Cuantarazon.com

‘Prejuicios: lo que la mente esconde’, por Josep Asensio

Hace tan solo tres décadas los estímulos que recibíamos eran bastante menores a los actuales. No existía la inmediatez de la información, ni la facilidad para acceder a ella. Tampoco la posibilidad de elección de entre todas las que nos llegaban, puesto que prácticamente los únicos medios eran la radio y la televisión y quizás en menor medida, la prensa escrita. Si a esto último le añadimos la casi inexistencia de grandes cadenas o medios, entonces podemos deducir que éramos producto de muy pocos impulsos. Recuerdo de pequeño una sola cadena de televisión. Poco después la segunda, en aquello que llamaron UHF. La ventaja era, sin duda, que al día siguiente todos debatíamos sobre lo que todos habíamos visto, porque no existía la posibilidad de visionar otra cosa. Eran tertulias animadas, con una gran dosis de investigación, de trabajo exhaustivo sobre los personajes, sobre la trama, sobre los detalles de concursos, de programas de variedades o musicales. Como no podíamos hacer zapping, nos lo tragábamos todo.

Evidentemente, la situación actual es muy diferente. Tenemos mucha más información, pero ésta es dispersa, exageradamente veloz, parcial y de una superficialidad preocupante. Los elementos singulares escapan a la mayoría y por lo tanto ya no queda lugar para la discusión o la charla animada. La libertad ha dado como resultado una incomunicación quizás no buscada, pero evidente. Se hace difícil encontrar a alguien que haya visto el mismo programa o la misma película el día anterior, aunque, desgraciadamente, siempre encontraremos a alguien que se haya pasado varias horas viendo Sálvame

A pesar de la puesta en marcha de campañas de todo tipo, de la universalización de la educación y especialmente de los viajes, lo que no ha cambiado mucho es nuestra visión de lo desconocido, de las culturas que nos van llegando y que todavía muchos contemplan con aprensión. Siguen perpetuándose en las generaciones más jóvenes esos prejuicios que tanto daño han hecho y que impiden el progreso de la humanidad. Nuestra mente se niega a cambiar los conceptos aprendidos, las ideas que nos inculcaron o aquellas que permanecen ancladas desde el principio. No sabemos por qué, pero, a pesar de las evidencias, en momentos clave, diría yo, en situaciones en las que deberíamos ser más prudentes o reflexionar antes de hablar, nuestro cerebro se bloquea y recurre a ese prejuicio que, en la mayoría de los casos, molesta al que lo percibe. Los estereotipos resisten en el subconsciente y se expanden en los peores momentos.

Para muestra, un botón. A la vuelta de vacaciones paré en el área de servicio de Santomera, en Murcia. La mayoría de los usuarios en aquel momento eran personas de origen árabe que volvían a sus destinos, en Francia, Italia o Alemania. En un momento dado me percaté de que en una de las mesas alguien había olvidado una bandera de Marruecos y un peluche. Miré a izquierda y derecha y descubrí a una joven con velo que me miraba como queriéndome decir que aquello era suyo. Al acercarme, me dirigí a ella en francés, no sé exactamente por qué, quizás porque había visto en el aparcamiento a muchos coches con matrícula francesa. Mi sorpresa fue mayúscula al ver su respuesta. “Soy española, bueno, catalana, de Badalona. No hablo francés. Hablo español y catalán”. Supongo que reparó en mi expresión y soltó una leve sonrisa y un “no se preocupe, no es la primera vez que me pasa. Todo el mundo se cree que soy extranjera y la realidad es que nací en Badalona”. Menos mal, porque hubiera deseado que la tierra me tragara. Le pedí disculpas y maldije mi imprudencia.

Meses antes había ido a comprar una bombilla a una tienda regentada por chinos. Al entrar me dirigí en español al joven dependiente, pero mi mente me volvió a jugar una mala pasada. “Yo querer bombilla, pero aquí más gordo, no fino, gordo, gordo, esto gordo, no fino”. El chico me miraba y yo creía que no me entendía. Gesticulando de manera algo torpe intentaba decirle que quería la misma bombilla, pero con el casquillo más grande. Después de una pequeña pausa me preguntó: “Perquè em parles així?”. Otra vez los prejuicios aparecieron y de qué manera. Esta vez, el chico no fue tan amable. Me dijo que estaba harto de que todo el mundo le hablara así, de que la gente no entendiera que su aspecto nada tenía que ver con su lengua. Que sus padres eran chinos, que hablaba chino, pero que había nacido en la Creu Alta, había aprendido perfectamente catalán y castellano y, consecuentemente, pertenecía a la misma sociedad que yo. Me marché compungido, queriendo yo mismo no cometer el mismo error una y otra vez, asumiendo la realidad y prometiéndome que no volvería a caer en el mismo error.

Comentando estas anécdotas con mis alumnos, me confesaron que ellos mismos hubieran actuado de la misma manera. Me alivió saber que no era un problema de edad, pero al mismo tiempo me preocupó enterarme de que casi nada ha cambiado. Los prejuicios se mantenían y formaban parte de las generaciones más jóvenes. Uno de mis alumnos me dijo que, si se perdiera por Barcelona y no tuviera móvil, nunca pediría ayuda a una persona de raza negra o de aspecto árabe porque creería que es extranjero. Seguramente se acercaría a alguien mayor porque tendría más posibilidades de que fuera del lugar. Interesante reflexión pero que indica una vez más un desconocimiento palpable de la configuración de gran parte de nuestras ciudades. El tiempo todo lo cura, dicen. Espero que los prejuicios también.

Una viñeta sobre prejuicios. Fuente: Cuantarazon.com

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