‘Restar para sumar’, por Josep Asensio

“Hay muchos tipos de conocimiento, pero hay uno más importante que los demás; el conocimiento de cómo hay que vivir, y éste conocimiento, casi siempre, se menosprecia”.

León Tolstoi

Cuando en 2014 el gobierno canario decidió implantar 90 minutos semanales de educación emocional en la escuela primaria, tomados de las clases de lengua y matemáticas, los profesores pusieron el grito en el cielo. Muchos de ellos mostraron su rechazo porque entendían que perjudicaría al currículo de sus alumnos de manera considerable y aún más si estas horas se suprimían de áreas básicas. Parece que cinco años después la opinión ha cambiado con respecto a esta resolución, puesto que el clima que se respira en las aulas se ha transformado sustancialmente.

No es casualidad que Canarias sea pionera en ese asunto puesto que en España solamente hay una universidad pública que ofrece desde 2012 la asignatura de Educación Emocional en el grado de Magisterio, la Universidad de La Laguna, en Tenerife. Poco a poco se han ido incorporando otras y, actualmente, la Universidad de Barcelona ofrece el Posgrado en Educación Emocional. Los diversos estudios señalan que la gestión de las emociones contribuye a un mejor rendimiento académico. Dicho así suena simple, hasta fácil, pero la realidad es que el profesorado no está preparado para esa tarea y si tiene que hacerla, suele improvisar, acabando por derivar cualquier problemática a los equipos psicopedagógicos.
El día a día de un centro docente es complicado. La obligación de seguir un determinado y encorsetado programa impide esa gestión de las emociones que las diferentes personas aportan a un grupo. Y si surge un conflicto, un alumno que llora por cualquier motivo que desconocemos, solemos sacarlo del aula, le dedicamos unos minutos y seguimos con nuestra clase como si nada hubiera pasado. Entonces ese alumno o alumna se tragará sus problemas, llegará a casa y se encerrará en su habitación a llorar. La consecuencia de todo esto será con toda probabilidad una baja autoestima, inseguridad y comportamientos compulsivos. La falta de herramientas para gestionar sus emociones comportará también dificultades de relación y de adaptación, tanto a nivel personal como académico y laboral en lo sucesivo.

A pesar de los beneficios que comporta para el alumnado la enseñanza en emociones, la realidad es que nuestros centros educativos se parecen más a una fábrica, con cadena de mando incluida, que a un lugar donde se comparten vivencias, donde explotan las capacidades de los estudiantes. El horario se ciñe única y exclusivamente a las materias escolares y así es muy difícil tratar las emociones. En la etapa secundaria es todavía más patente esta cerrazón, ya que la parcelación de las materias en horas compactas impide la dedicación a áreas competenciales que no sean las estrictamente curriculares. A pesar de las nuevas normativas que avanzan en un sentido de evaluación por competencias, la realidad es otra. El profesorado sigue encerrado en sus aulas, en sus libros, en una transmisión de conocimientos muy pautada y demasiado circunscrita al área del saber.

Los legisladores educativos siempre han padecido esa nula capacidad de empatía con las aulas y se han dedicado a redactar sin observar, a escribir sin entrar en las aulas y, consecuentemente, han fracasado en sus postulados. La clase es mucho más que un profesor dictando normas y unos alumnos escuchando; es mucho más que copiar de la pizarra, buscar en el diccionario o comprobar unos resultados en la calculadora; es mucho más que aprenderse de memoria una lista de verbos en inglés o contar las faltas de un dictado. En una clase pasan cosas. En una clase hay personas que sufren, que no entienden lo que le pasa a su cuerpo, que tienen miedo, tristeza, alegría, angustia o perciben diferentes emociones a su alrededor.

Daniel Goleman, considerado uno de los psicólogos más influyentes de los últimos tiempos, destaca que “el control cognitivo y la concentración pueden ser más decisivos para la vida de un niño que su coeficiente intelectual”. En definitiva, viene a decirnos que la gestión de las emociones tiene que ver con la capacidad de atención y que, por lo tanto, el niño o la niña que aprende a ejercitar esa atención, será más competente en todos los ámbitos de su vida. Goleman está convencido de que el mundo debe caminar en esa dirección porque incluso los empresarios empiezan a percatarse de que entre las personas que forman sus equipos, los más preparados no son los que tienen más y mejores carreras, sino los que saben gestionar los conflictos, los que empatizan y los que lideran. Según él, “hay una conexión directa entre tu inteligencia emocional y tu éxito en la vida y en lo profesional”.

Victor Küppers se define a él mismo como formador y comparte con Goleman esa idea de la importancia del desarrollo del potencial de las personas. Por eso cree que la actitud es la base del éxito, y ésta debe ser moldeada y estructurada con la ayuda de la gestión de las emociones. En una sociedad en donde prima el conocimiento, la individualidad, la competitividad, Küppers apuesta por la mediocridad como valor para triunfar, insistiendo en el hecho de que la inteligencia está sobrevalorada. “Los conocimientos suman, las habilidades y la experiencia suman, pero las actitudes multiplican”, añade. Tanto Goleman como Küppers relacionan el valor de saber escuchar con la motivación, pero también con el descenso de la conflictividad.
Estos pensamientos se enmarcan en esa ola de humanismo que recorre el mundo y que cada vez se hace más necesario promover, por el bien de nuestra especie, pero también por la supervivencia. Quien no quiera verlo se equivoca. Mientras tanto parece sorprendente que el profesorado permanezca con la venda en los ojos y otorgue a la transmisión de conocimientos un valor casi único. Los alumnos desconectan, se conectan a las redes y no comunican. No es la primera vez que observo a un educador permanecer impasible ante la tristeza y el lloro de un alumno, incapaz de interactuar con él y prefiriendo seguir con su discurso antes de parar la clase y establecer un vínculo necesario que, con toda probabilidad, tendrá consecuencias positivas en el desarrollo posterior de la actividad escolar. Mientras no seamos capaces de priorizar lo humano, de anteponer la inteligencia emocional a cualquier otra cosa, tal y como indican gran parte de los expertos, no avanzaremos como sociedad y nos abocaremos al precipicio. Empezar por la escuela, formando a educadores competentes en gestión de las emociones, y no solo en competencias cognitivas, es, sin duda, la mejor opción, pero mucho me temo que ese procedimiento no está en la mente de los que nos legislan. Así pues, la solución debe partir de los propios centros, de esa autonomía que se les concede y  que pueden gestionar por el bien de la comunidad. Menos horas de matemáticas y de lengua, y más educación emocional, conducen a un mayor rendimiento académico. Está demostrado.

Foto portada: la facultad de Educación de la Universidad de La Laguna. Autor: UlL.

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