Dicen que los gallineros andan algo alterados estos últimos meses. Llenos de mierda hasta los barrotes, los comederos y los bebederos, las gallinas pululan por sus diversas jaulas echando la culpa al capón que las tenía bien alimentadas. Se hacían las tontas, las estúpidas, cuando su amo les proponía acciones para mejorar sus vidas rastreras, pero cuando las escuchas telefónicas, que también las hay en el mundo aviar, pusieron de manifiesto la verdad de todo el asunto, las desagradecidas movieron sus inútiles alas para culpar a aquel que les daba de comer. Lo más patético de la situación es que esas cuarenta aves ya tenían una ración mensual más que suficiente, pero la avaricia les llevó a aceptar las proposiciones del capón o el castigo podía ser terrible.
La ‘rebelión en la granja’ se produjo casi inmediatamente y las gallinas pusieron a disposición de los demás lo ganado ilegalmente. La mayor parte calló y bajó la cabeza, pero otras, en un alarde de orgullo pajaril, intentaron convencer a los demás animales terrestres de que los emolumentos lo eran por naturaleza propia, porque una canita al aire valía la pena y que claro, los viajes a las reuniones para mejorar el estado de todos los demás tenían que pagarlos los contribuyentes y que la ración de grano consumida durante este trayecto no podía ser incluida en la nómina mensual. Los demás animales no se callaron y acordaron investigar el porqué una gallina que vivía al lado de la reunión cobraba lo mismo que la que lo hacía a más de 100 kilómetros. ¡Benditas escuchas!, declaró el más avispado. Gracias a ellas hemos podido desenmascarar al capón, declaró otra. Éste permaneció perplejo al ver que ya nadie salía a defenderlo.
Dicen que las gallinas tienen el cerebro tan pequeño que son incapaces de pensar por ellas mismas. Deambulan por los corrales sin rumbo fijo, buscando, eso sí, comida y bebida. Duermen porque se pone el sol y se despiertan al alba, pero ignoran el devenir de su existencia y cuando el cuchillo amenazador roza sus cuellos permanecen sin un ápice de miedo. Atacan raramente y huyen despavoridas cuando algún otro animal intenta violentarlas. Su pobre vida pasa inadvertida para el resto de los mortales y acaban siendo engullidas por los carnívoros, que de esos hay muchos.
Pero las 40 gallinas de nuestra historia no eran nada tontas. Aunque el capón tuvo la cautivadora idea, ellas aceptaron el soborno sin dilación. Alguna algo honesta tuvo la osadía de advertir al jefe, pero éste, implacable, alivió su inquietud formulando diversas maneras de marear la perdiz. Ahora, unos meses después, todas ellas han debido pasar por el tribunal. Las declaraciones son obligatorias en el reino de los animales pero todos sabemos que el cerebro es un órgano fácil de manejar y la mentira, el olvido y la mirada perdida forman parte omnipresente de las salas de los juzgados. Entran, declaran y se van.
Algunas de ellas han venido bien vestidas, con el orgullo de saberse queridas por los demás pero también para demostrar fuerza y entereza. Otras han permanecido tristes y con sensación de engaño absoluto. Eso dicen. La mayoría demuestran su altivez y ven este proceso como un mero trámite. El capón tuvo la culpa de todo y ellas saldrán airosas del escándalo. Es probable. Pero nunca se pueden saber los cambios que pueden acontecer durante el desarrollo de todo. Ellas prefieren pasar página y seguir con sus quehaceres cotidianos y miran de reojo al capón al que seguramente nunca jamás volverán a escuchar.
Esta fábula, cuyo parecido con la realidad es mera coincidencia, viene a demostrar una vez más la grandeza de lo que se viene llamando ‘la casta’, pero también de la capacidad de un ser, demoníaco o no, pero con un poder absoluto, de convencer, mangonear y viciar el curso natural de las cosas para vete tú a saber qué objetivos, seguramente nada claros. En este caso, solamente una gallina se atrevió a levantar la voz ante la ilegalidad; una triste y aparentemente honesta voz que no consiguió parar el mal que ya estaba hecho. Triste realidad que, según el cuento, pudo subsanarse con las escuchas policíacas del mundo animal que en este caso ayudaron a descubrir al capón malévolo. El lector es libre de buscar el final que desee a esta historia; o de esperar la segunda parte. Lo iremos viendo.
Amigo Asensio, lo peor de esta historia es que seguimos teniendo los gallineros llenos de gallinas y estas son de la misma ‘casta’. El problema es que en muchos casos, han sido las gallinas las que han elegido a los que tienen que juzgarlas. Por la cual cosa, es lógico verlas todas retosonas luciendo su plumaje sabiendo de la impunidad de la que gozan. eso sí, lejos del capón ya que este poco grano puede seguir aportando a su granero.
Aunque es verdad que por sus cabezas pende, más que el peso de la Ley , el del pueblo. Pues como le ha pasado a su capón, estás ven que el gallinero se les viene abajo. Ahora depende de todos el no seguir criando esta ‘casta’.
Ben escrita l’historieta, m’agradaria morir-me sabent que deixo un país “Catalunya” una mica endreçat i ben net de gallines i “capons” i que si en surt algun/na siguin tornats a casa seva sense més privilegis que qualsevol ciutadà.