Bosc de Can Deu

Opinión de Josep Asensio: ‘El planeta de los imbéciles’

Acabo de leer que en la ciudad india de Phalodi (Rajastán) se alcanzaron los 51 grados el pasado 25 de mayo, un nuevo récord para el país. Miles de agricultores de la región han tenido que emigrar como consecuencia de la sequía, las altas temperaturas y la escasez de agua en embalses, pozos y lagos. Muchos de ellos se han suicidado ante la impotencia evidente y la falta de recursos. Las autoridades indias solo pueden combatir la catástrofe de una forma: construyendo fosas comunes para animales y personas. En las urbes más pobladas, el asfalto se derrite y es imposible caminar por las calles. Los golpes de calor producen muertes al instante y las ambulancias no pueden circular pues se quedan pegadas al pavimento. No es una película de ciencia ficción. Es la realidad a miles de kilómetros de aquí pero que refleja una vez más que el cambio climático ya está haciendo estragos, provocando una emigración de consecuencias imprevisibles. Mientras nuestras miradas se dirigen a los sufridos refugiados sirios que llegan en masa a Europa, todavía no hemos tomado conciencia de los efectos que el calentamiento global puede tener sobre las migraciones humanas que, sin duda, van a producirse hacia el norte del planeta.

López de Uralde
López de Uralde. Fuente: Wikimedia commons

Los entendidos en la materia predicen millones de desplazamientos en las próximas décadas iniciándose una severa guerra por el agua, por los recursos naturales y por una vida digna. Algunos países árabes con rentas muy altas ya han empezado a dotar a sus ciudadanos de mecanismos para aguantar las altas temperaturas. Fueron ellos los primeros en construir desalinizadoras y en cultivar frutas y hortalizas en el desierto. Ahora están en la fase siguiente: sobrevivir a temperaturas superiores a los 50 grados. No obstante, la mayoría de las naciones, especialmente en África y Asia, no disponen de dinero suficiente como para afrontar un desastre de estas características y lo que se aproxima es de tal calibre que nuestro planeta puede sufrir un cambio espectacular en todos los sentidos.

Es solamente un ejemplo, pero en los últimos tiempos, se producen noticias que ponen los pelos de punta. El Mar de Aral, situado en Asia Central se ha secado por completo; cinco islas del Pacífico Sur han desaparecido bajo las aguas, aunque no estaban habitadas; derretimiento rápido de glaciares; aumento desmesurado del nivel del mar; migración y desaparición de especies animales; variación descomunal en los ciclos de vientos, huracanes, estaciones del año… pero aunque estas informaciones nos impactan, nos preguntamos mil veces qué podemos hacer o nos inhibimos al percatarnos de que ya hemos colaborado cambiando nuestras bombillas o bajando la temperatura de nuestra calefacción. Más allá de estas buenas aptitudes nuestro salario nos impide comprarnos un coche eléctrico y caemos en la frustración más incuestionable. Por otra parte, los más avispados perciben que nuestra sociedad se mueve bajo unos complejos mecanismos que son calcados a los de la época feudal. Los ricos, los grandes lobbies, los políticos corruptos, las empresas farmacéuticas y alimenticias, las mafias de todo tipo, la industria armamentística, el poder eclesiástico y otros que desconocemos, tienen en común la codicia, la avaricia, la egolatría y la ambición. Su máxima es únicamente convertir el dinero en más dinero, ignorando y despreciando a la raza humana en su conjunto. Son racistas en grado sumo, asesinos, en definitiva, que son capaces de cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos. No dejan de tener la categoría de imbéciles empedernidos puesto que sus prácticas conllevan de manera inexorable su propia destrucción, junto con la del planeta.

En este sentido hay un libro de Juan López de Uralde, expresidente de Greenpeace, El planeta de los estúpidos, que retrata con contundencia la pasividad de los gobiernos ante el cambio climático y ofrece algunas soluciones para acabar con el deterioro ambiental. No está exento de humanismo puro y también de utopía, pero es un canto a la defensa del planeta herido de muerte. Lo que López de Uralde no percibe en su libro, o al menos no lo he adivinado, es que esos gobiernos son plenamente conscientes de lo que está pasando pero prefieren el silencio con el argumento de no crear alarma social. Estoy convencido de que nunca nos avisarían si se acercara un cataclismo real. Ellos sí, salvarían sus nalgas para esconderse en sus bunkers o en sus aviones supersónicos. Mientras tanto, esperando que ese día no llegue, los pequeños episodios que se producen a diario nos marcan el futuro: tormentas, sequías, huracanes, lluvias torrenciales y temperaturas anormales. Dos últimos ejemplos: el pasado mes de mayo marcó un nuevo récord de temperaturas altas que no paran de crecer desde hace un año. La comunidad científica insta a los políticos a tomar decisiones drásticas y urgentes.

Mucho más cerca, en diciembre de 2014 se produjo un temporal de viento en el Vallés con rachas de hasta 150 km/h que no recuerdan ni los más viejos del lugar. Desde entonces, el viento es más fuerte en nuestra comarca y ha hecho saltar todas las medias de años anteriores. En definitiva, la raza humana se ha instalado en una especie de pedestal a verlas venir, sin ánimo alguno de implicarse en su propia salvación. “Cuando el sabio señala la luna, el tonto mira al dedo”, afirma un proverbio chino.

Foto portada: el bosque de Can Deu, un año después del vendaval. Autor: David B.

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