Me comentaba un vendedor de periódicos al día siguiente de la condena a Iñaki Urdangarín que se evidenciaban una vez más las palabras de Pedro Pacheco, ex alcalde de Jerez de la Frontera y que le valieron sentarse ante los tribunales: “la justicia es un cachondeo”. A este trabajador autónomo y vulnerable le hervía la sangre al recordar el caso de Alejandro Fernández, que tuvo la misma condena que el yerno del Rey por haber pagado con una tarjeta falsificada una compra de 79 euros. También el de una joven de Requena, en Valencia, que compró pañales y comida para sus dos hijas con una tarjeta que se había encontrado, con un gasto total de 193 euros. En ambos casos se produjo la entrada en prisión.
Si alguien pensaba que la condena iba a ser justa, iba muy, pero que muy desencaminado. Ya lo dijo Rajoy hace tres años, asegurando que a la Infanta le iría muy bien. O es muy listo o tiene mano donde no debiera. Este nuevo ataque a la democracia y al estado de derecho y a las personas en definitiva no hace más que aflorar una vez más la gran bacanal de corrupción que invade España desde hace décadas.
Lo peor de todo es que nada menos que las tres cuartas partes del Congreso de los Diputados avalan esa sentencia vergonzosa y discriminatoria ante el desconcierto de la mayoría de los españoles. Siguen recordándonos que la justicia es igual para todos mientras se producen a diario casos que contradicen fehacientemente esa opinión. Ahí están los preferentistas, los afectados por el aceite de colza, los desahuciados, los defensores de los desahuciados, los que protestan, los que defienden a los que huyen de las guerras, y tantas y tantas otras personas que ven rechazadas en los juzgados sus demandas y condenadas por sus actuaciones. Esas situaciones a menudo angustiosas van a parar a la papelera y entonces se produce una rabia difícil de controlar, cuyo final suele pasar desapercibido.
La conversación con el kiosquero fue amena. Su irritación contra el Estado se transformó en una condena sin paliativos a la falta de reacción de los ciudadanos. Todavía no había tenido lugar la manifestación en favor de la acogida de refugiados que ya se preveía multitudinaria, pero se quejaba del papel de los medios de comunicación que potenciaban unas ciertas opciones y rechazaban otras. Es evidente que una no quita la otra, aunque echaba en falta el valor necesario para denunciar la falta de justicia que invadía nuestro país.
De hecho fuimos atrás en el tiempo y llegamos a la conclusión de que casi nada había cambiado desde la Edad Media donde los ricos tenían todo atado y bien atado para poder seguir con sus privilegios mientras que el pueblo llano sobrevivía como podía. Los Reyes atraían a los nobles y a la Iglesia a su alrededor, disfrutando de los manjares que les llegaban a palacio mientras el pueblo moría de hambre. El librero puso sobre la mesa su esclarecedor paralelismo:
Mire usted: la monarquía, apuntalada por PP, Ciudadanos y un PSOE que va de aquí para allá, pero bajo la disciplina de un desconocido Felipe González; la Iglesia, sin aportar ni un céntimo a las arcas del Estado, libre del pago de impuestos y envuelta entre algodones; los jueces al servicio del Estado y en contra de los ciudadanos; la Banca, exactamente igual; el ejército, a su rollo; el pueblo, callado recogiendo las migajas que les sobran a todos éstos. Dígame usted si no le recuerda a la Edad Media. A mí me suena que he leído alguna novela ambientada en esa época y que refleja la España actual”.
Me sorprendió la sencillez y la elocuencia de sus palabras, pero especialmente la convicción con la que desgranaba su argumentación. No dudó en culpar a la sociedad en su conjunto y a los millones de españoles que siguen votando a opciones que les aprietan el cuello cada vez que pueden. Me recordó los mensajes de WhatsApp que le habían llegado plasmando lo que ganaba el Rey y la mísera renta de inserción de 426 euros, y el salario mínimo y la tasa de pobreza infantil que había aumentado escandalosamente en los últimos años, así como los suicidios y los desahucios. “Le van a llamar demagogo”, le espeté yo. “La Infanta no es tonta”, acabó diciendo. Es más lista que el hambre y forma parte de esa estirpe avalada por los de las puertas giratorias que quieren seguir chupando de la teta del Estado. “Decir que el mismo juzgado que ha absuelto a la infanta Cristina condenó a tres años a un joven por robar una bicicleta no es demagogia; es una triste y dolorosa realidad”, afirmó. “Hay que salir a la calle ya”, repitió.
Pero eso no va a pasar. Me vino a la mente Rumanía, donde ya casi no comen y los ciudadanos se echaron a las calles para denunciar a su gobierno corrupto. Eso no va a pasar aquí. Nos manipulan para que salgamos cuando ellos quieren y para que creamos que la corrupción y la falta de una justicia igual para todos es un mal endémico sin solución. Ellos lo están bordando… ¿Y nosotros?
