Opinión de Josep Asensio: ‘La calefacción de los pobres’

Por mucho que nos quieran invadir con proclamas positivistas, con datos económicos amañados, con falsas expectativas de empleo, y con datos del paro maquillados y tramposos, la realidad es otra. Ya es vox pópuli que el descenso del número de desempleados se debe en parte a la emigración de nuestros jóvenes a otros países, a la salida de la lista de personas que dejan de percibir la prestación y en un porcentaje muy pequeño a la creación de trabajo temporal, a media jornada y con unos salarios de miseria que obligan o a vivir con los padres o a compartir piso, cuando no habitación.

Ésta es una de las consecuencias de esta situación creada por unos gobernantes que prefieren olvidarse de las personas en favor de las grandes corporaciones empresariales, farmacéuticas o armamentísticas. La triste realidad de los afectados por hepatitis C es una muestra dolorosa más de la deshumanización de nuestros políticos, que se une a los desahucios, a la supresión de los tratamientos por enfermedades de larga duración, a la falta de prestaciones para las personas dependientes, mientras que en el otro lado de la balanza, las eléctricas, los banqueros y otros indignos españoles campan a sus anchas vanagloriándose de su situación.

Pido perdón de antemano por incidir en este tema, pero la gravedad de la situación me solivianta y me impide mirar para otro lado cuando me asalta una imagen, una noticia o unos datos que revelan el sufrimiento de personas y entonces mi pensamiento empieza a concebir la manera de transmitir mi desasosiego a los demás.

Me acuerdo como si fuera ayer del padecimiento de mi abuela María, nacida en 1909. Para esa generación, que vivió una dictadura, el advenimiento de la República, con lo que eso supuso de liberación de la mujer, una guerra y una posguerra, las dificultades se solucionaban con mucha imaginación. Padeció hambre y necesidad, pero eso no la amilanó; la hizo más fuerte y más valiente de manera que ante la adversidad sacaba fuerzas de flaqueza y sobrevivía. Su vida fue sencilla y pocas veces salió del pueblo. Su única visita a Catalunya, en la que conoció el verde de los pinos pegado al azul del mar, junto con manantiales de agua limpia y transparente que brotaba sin cesar, la sumió en un estado de satisfacción absoluta. Para una persona del sur, el agua, esa maravilla de la naturaleza, era un símbolo de poder y fuerza.

Su vida casi miserable que llevaba con pundonor la convirtió sin saberlo en ecologista, pues la única calefacción que existía era abrigarse con mantas o con botellas de agua caliente. Los inviernos no eran crudos pero la humedad calaba hasta los huesos y se hacía necesario calentar la casa. Creo que ya muy mayor pudo comprar una estufa pero ésta no alcanzaba más que un par de metros y obligaba a estar muy pegada a ella. La salida al pasillo o a otra habitación se parecía a un paseo por la nieve y el helor circundante entraba rápidamente en el cuerpo.

Con el paso del tiempo mi abuela ha vuelto a mi mente. De hecho siempre ha estado muy presente en mis pensamientos, pero cuando me explican amigos jóvenes y no tan jóvenes que cuando tienen frío una, dos o tres mantas ofrecen consuelo o que una triste estufa o brasero sirven para aminorarlo, entonces sí que pienso más intensamente en ella. Parece en cierta manera que volvemos hacia atrás y que los avances de todo tipo que se habían logrado en pocas décadas, se desvanecen en pocos años. La pobreza energética es un hecho incuestionable en nuestro país fruto una vez más de las políticas de ajustes, de recortes y de mentiras. Cada vez más la gente no llega ni para pagar los servicios básicos de luz y agua, mientras las grandes compañías siguen con sus desorbitadas ganancias. Entretanto, amigos míos se ven obligados a comprar una estufa al no poder pagar las tarifas mínimas que los ahogan. La venta de estos aparatos ha aumentado un 30 por ciento que se une al descenso del consumo de gas doméstico desde el 2008. El precio de la bombona se mantiene estable y la ventaja es que solamente se paga lo que se consume. También es significativo el incremento en las ventas de leña, lo que convierte todo este asunto en crónico. Será o no una casualidad pero después del impresionante vendaval del pasado día 9 de diciembre en Sabadell, muchas personas se lanzaron a recoger ramas y troncos. Claro que solo podían hacerlo aquellas que disponían de un lugar para almacenarlas y eso en Sabadell es complicado.

Los datos no mienten y el repunte en las ventas de este aparato casi olvidado en los trasteros es significativo de la situación en la que nos encontramos. No parece una circunstancia preocupante, pero el hecho desgraciado relacionado con esta eventualidad es también el increíble aumento de las muertes por la mala combustión de estufas y braseros. Las reseñas de estos accidentes se multiplican y la lista de fallecidos se ha incrementado escandalosamente. Solo en los meses de invierno murieron por esta causa en España en 2014 83 personas  y 64 en 2013, según datos  de la Asociación Profesional de Técnicos de Bomberos (APTB). Ayer mismo una niña de tres años y su abuela fallecieron en un incendio en el barrio de Nervión en Sevilla. Desgraciadamente no serán los últimos.¿Adivinan los lectores dónde se producen estas muertes?  Los pobres, siempre los pobres pagando los platos rotos.

Mi abuela sigue muy presente, tanto que la veo reflejada en las caras de mucha gente que me rodea. Algunos se atreven a explicar sus delicadas condiciones pero la mayoría prefieren callar para no ver dañado su orgullo. Algunos analistas y sociólogos inciden no tanto en la merma de derechos sino en el menoscabo de la dignidad. Mi abuela no la perdió nunca y vivió con la cabeza bien alta. No eran épocas de protestas ni de desvaríos y los malos momentos se solucionaban en casa. Solo espero que ese calor producido por las mantas o la estufa encienda las mentes y no provoque ni el adormecimiento ni el sopor, sino el resurgimiento de una nueva sociedad.

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