Hace unas semanas, coincidiendo con la Fiesta del Cine, elegí la película española La Isla Mínima, del director Alberto Rodríguez y que estaba teniendo muy buenas críticas. Actores de reconocido prestigio se unían a otros desconocidos bajo la atenta mirada de las Marismas del Guadalquivir. La naturaleza juega un papel esencial, como si se tratara de un personaje más que envuelve a los otros, produciéndose un efecto extraño que nos sumerge en una realidad más que habitual. Los diferentes planos aéreos en la película constituyen, a mi entender, una metáfora del silencio más aterrador: el miedo.
Porque aunque no explicaré el argumento, la sensación que se tiene al salir de la sala es doble. Por una parte apercibirse de que el cine español cuenta y por otra, ésta más objetiva, que el miedo corroe nuestra sociedad hasta lograr que en las personas se produzca una brutal alteración que se manifiesta como un bloqueo emocional que impide ver la realidad. Desgraciadamente, no es solo en la película donde personas de muy variada índole se ven obligadas a obedecer bajo la atenta mirada de sus verdugos porque les va la vida en ello o el sustento diario. La pobreza, unida a la ignorancia y a la desesperación forman un cóctel ideal para aquellos astutos depredadores que saben que como éstos no tienen salida alguna, se tiran de cabeza a lo que salga, incluso a sabiendas de los peligros que pueden acarrear determinadas prácticas.
El miedo, pues, establece una serie de mecanismos en el cuerpo que lo bloquean. Nada se salva. El cerebro actúa de manera que desoye las llamadas a la cordura y se ensambla con otras partes del cuerpo para conseguir los fines deseados. De hecho el miedo ha sido históricamente utilizado para amedrentar a los ciudadanos, como instrumento de presión real o imaginario por determinadas élites políticas. En este caso basta con buscar un elemento disuasorio para que la trampa surja efecto. Millones de personas siguen padeciendo esta lacra, aunque en el día a día, también se producen situaciones de temor, pánico o alarma que nada tienen que ver con estos casos.
La película refleja ese terror a perderlo todo. Los personajes, completamente creíbles, acceden al chantaje, al silencio terrorífico a cambio de la subsistencia. No desean más que sobrevivir en una tierra hostil y donde no hay caprichos. La vida sencilla, el poder comer, tienen una cimentación muy sólida: el pánico visible pero callado a una serie de crímenes que se suceden. Ahí se produce el verdadero cambio en la persona. Aunque los muertos aparezcan en una charca, el pavor en grado sumo hace que la vida siga igual. Ni un atisbo de humanidad o de reacción que sumerja a la injusticia en un túnel sin salida. El drama se acrecienta y se eterniza de manera que el miedo se implanta en el espacio y en el tiempo.
No es fácil desembarazarse del enemigo perpetuo. Nadie o casi nadie dice nada. Ni el propio afectado acepta soluciones que lo salven de la esclavitud a la que está sometido. Las suspicacias subyacen en el interior del ser humano y el miedo campa a sus anchas. No existe bálsamo para curarlo. La propia persona debe establecer unos mecanismos para romper el yugo que lo separa de la libertad.
Todos conocemos estos casos donde el miedo gana. Trabajos mal pagados, coacciones, amenazas, maltratos de toda índole y todo tipo de instrumentos para que el sujeto quede enganchado a la telaraña del terror. Y ya sabemos lo fuerte que es esa obra. Pocos logran soltarse y la mayoría se dejan todas sus fuerzas allí, sucumbiendo a la maestría de la araña asesina. Muchos piensan que así pueden continuar en este mundo, aunque sea con una daga encima que pende de un hilo. Es una manera de seguir viviendo, ignorando la fatalidad de la que han sido objeto. Otros no saben cómo salir de ese laberinto y otros prefieren esperar a que alguien cualificado los saque de allí.
Hace unos días apareció en la red un vídeo donde una chica era maltratada por su pareja en un ascensor. Se trataba de un experimento para observar la reacción de la gente ante esa situación. El miedo, el silencio y la omisión hicieron acto de presencia y se adueñaron del ascensor. Solo una persona de las 53 que allí entraron intervino y se encaró con el maltratador diciéndole que si la volvía a tocar avisaría a la policía. Inquietante y sorprendente estadística que refleja hasta qué punto es cierta la parálisis que se produce ante estas realidades.
Los especialistas sugieren que el valor está en uno mismo, en la entereza y la fuerza de saberse capaz de emprender un viaje diferente que nos aparte de ese miedo potente y feroz. Cada caso es un mundo y no se debe generalizar. Si miramos a nuestro alrededor podremos observar que son muchos los que viven en aparente felicidad con el miedo a sus espaldas. Efectivamente no demandan nuestra ayuda y seguramente si se la ofrecemos no la van a aceptar. ¿Debemos pues mirar hacia otro lado cuando conocemos algo así? Difícil respuesta. La conciencia humana es sabia y cada uno debe actuar en consecuencia. La línea es muy fina, pero en la sociedad en la que vivimos hay que dar un paso al frente y denunciar que nada puede ir bien si el miedo coge el mando.