ARTÍCULO DE OPINIÓN
Manuel Navas, sociólogo
No hace falta ser un erudito para deducir que la irrupción de Podemos, a la estela del movimiento 15M, fue ganando cada vez más apoyo entre las clases populares. La ciudadanía comenzó a ilusionarse con alternativas que, lejos de limitarse a cambiar las piezas del tablero, planteaban una transformación profunda de un sistema incapaz de responder a las necesidades sociales y humanas que exigían los nuevos tiempos. El lema “No nos representan” apuntaba directamente a las élites políticas y económicas, acusándolas de complicidad en la implementación de políticas neoliberales que, mientras privatizaban servicios públicos, destinaban fondos públicos para rescatar al sistema bancario y especulativo, condenaban a las clases trabajadoras a la precariedad y/o la miseria.
Más allá de la denuncia, el icónico lema “Sí se puede” resonaba como un grito de rebeldía y esperanza por toda España, generando una confianza sin precedentes en que era posible transformar la realidad. Sin embargo, la posibilidad de un cambio estructural que nacía desde la base social resultaba inadmisible para los detentadores del poder, que veían en ello una amenaza para sus privilegios y el temor a que este escenario se consolidara desató una respuesta contundente y coordinada.
La élite económico-política, judicial y mediática no tardó en movilizarse, desplegando todo su arsenal para eliminar al adversario político que se atrevía a cuestionar sus privilegios y desafiar los valores que sostienen un modelo de sociedad diseñado a su medida. Figuras como Josep Oliu, presidente del Banc Sabadell, recamando un “Podemos de derechas”, o la maquinaria mediática, con portavoces como Ferreras, Griso, Ana Rosa, Vallés, Inda, etc., jugaron un papel clave en un linchamiento político sin precedentes que, con la colaboración inestimable de Villarejo, se fabricaron pruebas falsas, corrompieron el debate público e incentivaron la hostilidad hacia sus líderes, mientras cualquier iniciativa de ese partido era sistemáticamente judicializada.
La cacería no tardó en institucionalizarse, con el respaldo de una élite judicial, alineada con las corrientes más reaccionarias de Europa (lawfare), completado la cuadratura del círculo el inaceptable papel de los partidos de la derecha extrema/extrema derecha, alineados en la trama. En esta guerra sucia sin cuartel, los recursos de las cloacas del Estado se pusieron al servicio de la causa.
Tras miles de horas de tertulias televisivas beligerantes, inagotables discursos de tertulianos serviles vertiendo insultos, bulos y falsedades, millones de dinero privado y de recursos públicos y años de procedimientos judiciales kafkianos, el caso Neurona ha quedado en nada. Humo. Quienes promovieron este infame complot hoy guardan un silencio cobarde, conscientes y orgullosos de haber infligido una herida profunda en la democracia y alterando resultados electorales, como lo ocurrido en el País Valencià (caso de Mónica Oltra) o con Podemos. Su silencio los delata reduciéndolos a la categoría de pseudo-demócratas en el mejor de los casos.
El caso Neurona no es un hecho aislado; forma parte de una estrategia normalizada que evidencia un grave problema estructural en la democracia española cuyo origen se remonta a una transición que dejó intactos los aparatos institucionales de la dictadura franquista y amnistió a los colaboradores del régimen, permitiéndoles conservar sus cargos y consolidar su poder. Como consecuencia, la democracia actual sigue condicionada/secuestrada por la influencia de esos personajes y sus herederos ideológicos.
De aquellos polvos, estos lodos: las cloacas del Estado apestan más que nunca. Las depuraciones y medidas necesarias para poner fin a la impunidad de quienes buscan reducir la democracia a su mínima expresión no serán fácil, pero cuanto más se demoren, más difícil será resolver el problema y más peligrosa será la situación para la salud democrática del país.
L’espai d’opinió reflecteix la visió personal de l’autor de cada article; iSabadell només la reprodueix.
Foto de portada: Pablo Iglesias, en una imatge d’arxiu. Autor: ACN