ARTÍCULO DE OPINIÓN
Manuel Navas, sociólogo
En 1986, el sociólogo alemán Ulrich Beck advirtió que vivíamos en una sociedad del riesgo, pero dudo que imaginara un panorama como el actual. En última instancia, señalaba al modelo económico que nos empuja hacia un punto de no retorno, con cada vez menos margen para una posible regeneración. Esa es precisamente la excusa del negacionismo: banalizar la evidencia y postergar cualquier reacción. Todo, en cambio, apunta a un escenario inquietante, casi salido de una película futurista. No se trata de algo nuevo, sino de una nueva fase del neoliberalismo y, previsiblemente, no la última en la larga y camaleónica vida de este modelo económico.
Cada una de esas fases ha contado con una base teórica que ha marcado la vida de las sociedades, influyendo en su política, cultura, valores e ideología. Cada etapa ha tenido también sus figuras representativas. Escuelas como la de Chicago o la Austriaca difundieron las versiones más extremas del neoliberalismo, y políticos como Thatcher, Reagan, Pinochet o Fujimori aplicaron estas ideas mediante privatizaciones, desregulación, recortes del gasto público, etc. En la práctica, el desmantelamiento del Estado de bienestar para beneficiar a empresas privadas ansiosas de lucrarse con servicios públicos.
La fase actual se caracteriza por la paradoja de que, mientras vivimos en un mundo completamente globalizado, el país probablemente más poderoso del mundo apuesta por la autarquía utilizando los aranceles como herramienta. Y si bien Einstein sentenciaba que la estupidez humana es infinita (terraplanismo, nagacionismo, creacionismo…), no parece que estas decisiones carezcan de una estrategia, sino que más bien responden a un cálculo económico, político y geo estratégico con proyección a corto, medio y largo plazo.
Tras la Segunda Guerra Mundial surgió un mundo bipolar, con Estados Unidos y la URSS como potencias enfrentadas. La caída de lo que se calificó eufemísticamente de “comunismo” dio paso a un escenario unipolar, en el que Estados Unidos marcó de forma casi incontestable la hoja de ruta planetaria. Este contexto llevó a Fukuyama a vaticinar el “fin de la historia”. Craso error, porque las tensiones ideológicas, geopolíticas, sociales y ecológicas continúan vigentes, evidenciando que la historia ni ha terminado, ni tiene visos de hacerlo, sino que sigue siendo un proceso en constante evolución y que la lucha de clases sigue vigente.
Hoy sobre la mesa se despliega una política global marcada por el absurdo en un contexto de reconfiguración de un nuevo (des)orden mundial: áreas de influencia, mercados, recursos, modelo cultural, etc., con una guerra comercial iniciada por los EEUU como potencia omnipresente, sin descartar el conflicto bélico. Pero, ¿qué se puede esperar del grotesco multimillonario presidente de la nación más poderosa del mundo que afirma que los migrantes se comen las mascotas o que los países le “lamen el culo”, o que sueña convertir Gaza en un destino turístico, o con la anexión de Groenlandia, o con comprar el Canal de Panamá o militarizar la frontera con México y burradas de esa índole?
Solo una mente desequilibrada puede exhibir tanta arrogancia chulesca; solo en un escenario internacional carente de un derecho internacional digno de ese nombre puede hacerlo sin enfrentarse a consecuencias; solo una comunidad internacional sin autoestima puede tolerarlo bajando la cabeza. Hay que rebelarse contra esa estrategia del poder que están imponiendo desenmascarando los mitos que sustentan el modelo como el desarrollismo infinito, el expolio monopolizador de recursos, el menosprecio al futuro del planeta o el recorte sistemático (motosierras) de nuestros derechos y libertades sociales y democráticas.
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