Hace tiempo conocí a un maestro de verdad, de esos que desde los primeros momentos de su vida profesional lo dan todo por sus alumnos y no escatiman esfuerzos para lograr los fines que se proponen. Un maestro, también en su género, “persona de mérito relevante entre las de su clase”, como dice el “Diccionario de la Real Academia Española”. Porque, además de maestro era persona. Persona a la que le gustaba ver las reacciones de sus alumnos ante cualquier suceso, hablar con los padres y madres después de las clases, coordinar los diferentes departamentos de su escuela, donde durante muchos años fue director, y, en definitiva, vivir intensamente todos los avatares del entorno escolar.
Sus inicios no fueron fáciles. Tuvo que salir de la tierra que le vio nacer, dejando allí a sus padres, enraizados como árbol centenario a unas áridas tierras, encerradas en niebla permanente todo el invierno y ahogadas por la llama intensa del calor en verano. Recaló en Sabadell donde logró un prestigio en un barrio obrero, con paciencia y un saber hacer propio de gente sabia. Sus alumnos lo querían, lo alababan, lo adoraban. Otros maestros pretendían seguir sus pasos y le pedían consejo. Logró unir a muchos de ellos en tareas comunes en tiempos difíciles, donde pertenecer a un sindicato era complicado. Consiguió convertir una escuela de barrio en un verdadero centro cultural y donde encontrar plaza era todo un calvario.
Su aspecto de buena persona, alto, tranquilo, con gafas redondas, no impresionaba. Era tímido, más bien aburrido en las fiestas. Nada simpático, pero nada arrogante. Decía la palabra justa cuando había que decirla y su acento de la Catalunya interior lo delataba. Nunca perdió ese peculiar acento que a oídos de sus alumnos resultaba extraño.
En sus años de trabajo intenso también fue criticado, claro está, pero él aceptaba bien la crítica y se empeñaba en defender el diálogo y las buenas maneras. No daba nunca nada por perdido y una tras otra levantaba las vallas que caían por el camino. Fue uno de los máximos impulsores del reconocimiento a la labor anónima de muchos profesores que trabajaban en condiciones realmente lamentables en escuelas de barrio de Sabadell.
Desgraciadamente, nuestro maestro abandonó la escuela. No, no se jubiló ni enfermó. Un ser poderoso vino a él y le ofreció el oro y el moro. Dinero, cargos, prestigio, otra vida. Nadie podía creerlo. Aquel personaje sencillo, apacible, trabajador, competente, había caído en las garras del engreimiento. La mayoría pensamos en ese momento que se trataba de una broma, de un espejismo, de un cruzamiento de cables inesperado y que quedaría subsanado en poco tiempo.
Pero no fue así. Dejó su despacho, sus alumnos, sus tardes interminables hablando con padres en un bar, sus sábados matutinos de fútbol y emprendió un viaje aparentemente sin sobresaltos hacia una tarea que nada tenía que ver con su talento. Perdió amigos, ganó otros falsos; comenzó a ganar más dinero, se cambió de coche y su mujer por fin pudo presumir de puertas de embero y de nueva cocina. Nadie entendía nada. Su carácter se había vuelto agrio y petulante y ya no saludaba a sus ex alumnos por la calle. Durante una breve alocución sorprendió a propios y a extraños afirmando que estaba harto de pertenecer al bando de los perdedores y que por ese motivo había decidido pasarse de una vez por todas al de los vencedores.
Allí perdió toda su credibilidad y toda su fuerza. El pueblo llano, con el que había trabajado codo con codo, levantando un barrio degradado culturalmente, nunca entendió ese posicionamiento y le dio la espalda. Entonces él se volvió simpático, daba la mano a todo el mundo por la calle y como por arte de magia empezó a vanagloriarse de su pasado.
Es verdad que esta sociedad capitalista que nos ahoga nos intenta vender el producto del éxito rápido. Operaciones Triunfo y Grandes Hermanos nos impiden ver la realidad del día a día y nos hacen creer que los vencedores son aquellos que no hacen absolutamente nada por vencer, sino por aplastar a los demás con sus orgullos de pacotilla. Parece que ya no importa el trabajo bien hecho, poco a poco, el esfuerzo de unos años para lograr un futuro mejor, y solo triunfa el que lleva traje y corbata, se aprende unas frases y sonríe hipócritamente. Esos son en definitiva los grandes perdedores, los que realmente dependen de los que llaman ‘perdedores’ para no mostrar su verdadera faceta perdedora.
Los ganadores reales están en nuestras calles, en nuestros barrios. Es aquella mujer que se levanta a las seis de la mañana para ir a trabajar y poder alimentar a sus hijos; es aquel obrero inmigrante que con las dificultades del idioma trabaja de peón en la obra; son los miles de personas que a sol y a sombra hacen la vida más llevadera a otros miles; y también los que por un mísero sueldo intentan sobrellevar su mísera vida.
Nuestro maestro sigue preso de su propio orgullo y ahora se ve inmerso en una situación de la que no puede escapar. Sus alumnos le echan de menos; seguramente la sociedad también. Se equivocó de bando y parece que lo está pagando caro. Seguirá pensando que es un ganador, pero es tan evidente su fracaso que el desprecio de la mayoría será su única huella del paso por este mundo.