Casi cincuenta años después del famoso incidente de Palomares, y aunque nunca dejó de ser noticia, parece que cada cierto tiempo, como serpiente de verano, vuelve de algún modo a nuestras mentes aquel suceso. Es evidente que los vecinos de las zonas afectadas siempre recordarán aquel fatídico día de enero de 1966, pero para los menos entendidos o los que no lo vivimos, suelen ser las noticias relacionadas de algún modo con aquello que pasó, las que nos lo van ilustrando. El fallecimiento de uno de los actores de la época, Manuel Fraga Iribarne, y su famoso baño nos invita a rememorar desde otro punto de vista lo acontecido en Palomares.
Hace exactamente un año me hablaron de Bartolomé Roldán. Ignoraba su existencia, eclipsada seguramente por el impacto mediático de otro protagonista de aquellas fechas, Francisco Simó Orts, más conocido como Paco el de la bomba. Siempre he pensado que la historia debe explicarse completa, sin fisuras, y con todos los detalles posibles. Las nuevas generaciones deben conocer sucintamente lo que sucede y Bartolomé es de algún modo la pieza que faltaba, al menos a mí, para completar el puzzle de Palomares.
Poco podía imaginar Bartolo que aquel 17 de enero de 1966 iba a quedar grabado por siempre en su memoria. En la Dorita había salido con otros cuatro marineros a pescar sobre las cuatro de la madrugada. Se dirigían hacia el sur en dirección a la Isla de Terreros, más o menos a la altura de Villaricos. Mientras tiraban las redes pudieron observar como dos enormes aviones sobrevolaban el cielo almeriense. Se cercioraron rápidamente que uno abastecía de combustible al otro, por la larga goma que se divisaba sin problemas. Súbitamente se oyó un estruendo que asustó de tal manera a los integrantes de la barca que les obligó a resguardarse en su interior, mientras trozos de la aeronave caían a su alrededor. El viento era del noroeste y, pasado el primer susto, divisaron varios paracaídas. Les sorprendió ver un bulto que caía con cuatro paracaídas, cada uno de un color diferente, sabiendo días más tarde que se trataba de una bomba. Los otros tres paracaídas llevaban a sendos hombres. Dos de ellos cayeron a unas dos millas, cerca de la costa y cerca de la Dorita. El tercero, a unas cuatro millas mar adentro fue salvado por Paco.
El mar estaba muy picado, el agua fría y las olas impedían por momentos ver a los aviadores. Por fin pudieron llegar a uno de ellos, el capitán Charles F. Wendorf, que parecía que tenía el brazo roto. Con delicadeza lo subieron al barco, le quitaron la ropa, le pusieron otra seca e intentaron calentarlo con algo de café. Mientras tanto no dejaban de inquietarse por la situación del otro aviador, el teniente y copiloto del avión, Michael J. Rooney. Las olas impedían el acercamiento rápido y por un momento el náufrago pensó que lo dejaban en el mar. Pero lo único que ocurría es que la Dorita intentaba colocarse mejor para poder asirlo.
Y así fue, aunque el corte que llevaba en la parte superior del coxis hacía presumir lo peor. Lo extendieron en la caseta superior de la barca donde en la parte inferior se sitúa el motor y le cambiaron la ropa. Nadie se atrevía a curar aquella herida, ni los otros pescadores ni su propio hermano que también viajaba en la barca. Pero fue precisamente Bartolo quien con unos algodones que utilizaban para el motor y cinta aislante pudo cerrar momentáneamente aquel tajo abierto, que, como declaró más tarde, no derramó más sangre quizás porque la temperatura fría del agua lo evitó. Inmediatamente avisaron a los servicios de emergencia en Águilas y allí estaban ya cuando llegaron sobre las once de la mañana. Los americanos fueron llevados al hospital, así como el que trajo Paco una hora más tarde.
Después del incidente Bartolo y Paco fueron varias veces a Palomares, donde fueron bien tratados. Durante varios meses, periodistas y autoridades se acercaron a este rincón del levante almeriense para negar la posible contaminación radioactiva, aunque miles de bidones fueron llenados con tierras de Palomares y llevadas a Estados Unidos. Para desmentir lo que todo el mundo suponía se produjo el famoso baño de Manuel Fraga, por aquel entonces Ministro de Turismo, pero también una comida con más de 25 kilos de gambas que unió a pescadores y americanos.
Tanto Francisco Simó como Bartolomé Roldán recibieron meses después sendas Medallas del Salvamento de Náufragos y una pequeña cantidad de dinero en concepto de las molestias recibidas durante los días que no habían podido ir a pescar.
El 7 de abril del mismo año 1966 apareció la bomba que había caído unos meses antes y Francisco fue apodado Paco el de la bomba. Bartolo, hacía ya meses que trabajaba, aunque el área circundante a Palomares, desde la Isla de Terreros, había sido acordonada y por lo tanto no se podía acceder. Durante muchos años Bartolo ha vivido aquel suceso como un acto de humanidad, como una acción que cualquier persona de bien hubiera hecho y es verdad que le hubiera gustado volver a ver o hablar con aquellas dos personas que seguramente hubieran muerto si su barca no hubiera estado aquel día a tan solo trescientos metros de ellos. Bartolo siguió su vida, trabajando, estudiando incluso, para poder sacarse el título de patrón de altura, durmiendo poco, porque como él dice, los pescadores eran como esclavos.
“Nunca es tarde si la dicha es buena”, reza el refrán, y el pasado 3 de enero de 2013, a punto de cumplirse 47 años del accidente y con 86 años, Bartolomé Roldán recibió el homenaje de su ciudad. Las autoridades subrayaron el acto humanitario de aquel pescador que dejó su trabajo para ayudar a unos desconocidos, pero seguramente lo más emotivo fue el contacto con Charles F. Wendorf a través de videoconferencia desde Denver, donde los dos se vieron por primera vez después del salvamento. El americano pidió perdón por no haberle agradecido su acción antes y Bartolomé recordó que si aquello hubiera explotado no estaría allí.
Sirva esta pequeña reseña para recordar que los actos simples, con fuerte carga humanitaria, son los que hacen felices a las personas. Bartolomé no se cansó de repetir que él no había hecho nada que no hubiera hecho cualquier otra persona y por eso mismo nunca pidió ser reconocido. Muy diferente a la vanidad, el orgullo y la ambición que recorre nuestra sociedad y que desgraciadamente nos convierte en más pobres de espíritu y en seres egocéntricos que, al mirarnos únicamente el ombligo, dejamos de conocer personas y emociones que son seguramente básicas para nuestra existencia.