‘Sobran los pobres’, por Josep Asensio

“En un momento de pandemia, con la economía destrozada y un gobierno que no ha brillado por su eficacia, sale a reclamar libertad quien la tiene a salvo en una cámara acorazada. Es un acto de arrogancia incuestionable. Mientras familias enteras se ven abocadas a la beneficencia, mientras los médicos y enfermeras arriesgan sus vidas a diario, un puñado de pijos se saltan el confinamiento sin darse cuenta de que, lo único que están dejando claro al resto del país, es que consideran que las leyes no están escritas para ellos”
Juan Soto Ivars

Permítanme los lectores que antes de plasmar mis impresiones les aconseje leer estos dos artículos. El primero, una magnífica fotografía de lo que fue, es y representa el barrio de Salamanca en Madrid, escrito por Joaquim Bosch. Se titula La rebelión de los pijos. El segundo hace una extensa y exhaustiva explicación sobre las llamadas ‘colas del hambre’ que avanzan de manera despiadada por toda España: Colas interminables para pedir comida, la nueva curva que nadie sabe aplanar.

Por lo que a mí respecta, todavía estoy trastornado por las imágenes de un grupo de pijos de un barrio de Madrid pidiendo libertad. Niños y niñas bien, de pomposos apellidos y pisos donde puedes perderte, a los que no les importa la muerte (¿serán ellos los famosos ‘novios de la muerte’?). La de los demás, claro está. Pijos que cogieron por primera vez una olla para aporrearla e insultar a un gobierno al que llaman ‘dictadura’.

Todo sea por la patria, por esa bandera a la que se aferran, que también es la mía. Bandera ultrajada por los que pueden cambiar de jersey todos los días, quien sabe si también de coche. Estoy desquiciado por la visión de esa gente, muchos de ellos muy jóvenes, que pertenecen a esa casta de estómagos llenos, de ilustración monetaria, pero de cerebro vacío, de nula empatía, de golpes en el pecho, de odio, en definitiva, sin alma. Y perturbado por la incitación al odio, más que a la violencia, de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Otra representante de la España del desprecio, de la España del dinero por encima de la vida. ¿Cómo puede mostrar esa prepotencia al confesar que no puede trabajar y comer en la misma mesa? ¿Come pizza todos los días? La necedad tiene nombre y apellidos.

Protesta a Madrid contra el govern central i l'estat d'alarma.
Protesta a Madrid contra el govern central i l’estat d’alarma.

En el mismo núcleo urbano, centenares de personas, esas sí, respetando las distancias y quizás poseedores de una sola olla, pierden la dignidad por un bote de lentejas cocidas donadas por algún supermercado. Observo la larga cola y no es Venezuela. Menos de una hora en transporte público, al otro lado del Manzanares, de la revuelta de la vergüenza. ¿Cuál de las dos concentraciones produce más vergüenza? Sorprende que sean los que no tienen qué comer los que son más educados, los que aguanten estoicamente el confinamiento, muy probablemente en míseros pisos, en míseros apartamentos, compartiendo un estrecho baño, sin balcón, sin terraza.

Desgraciadamente, durante estos dos meses lo he vivido todo. La muerte, la escasez, la angustia, la prepotencia y el egoísmo. Mientras algunos de mis amigos se jactaban de haber visto casi todas las series de Netflix, otros me pedían desesperados ayuda económica para poder subsistir unos días. Mientras algunos se quejaban del enorme trabajo que les suponía tener que revisar las fichas de sus alumnos en una nueva aplicación, otros lidiaban una batalla con la muerte de la que no salieron victoriosos. Otros se acercaban a esas colas del hambre que tanto molestan a los del barrio de Salamanca de Madrid, bueno, y a los de tantos barrios de España en los que está prescrita la pobreza, donde esas fachadas límpidas y monumentales son proporcionales a las cuentas corrientes de sus inquilinos. En el lado opuesto, gentes sencillas con lo puesto. Gentes que nunca podrán disfrutar de una semana de vacaciones porque su único interés es poder comer. Gentes que, a pesar de tener un trabajo, no pueden asumir los costes del alquiler, del gas o de la electricidad. Gentes que ni tan siquiera pueden permitirse el lujo de cambiar de nevera…

Porque en este país de fuertes contrastes sobran los pobres. Sí, los pobres. Durante mucho tiempo y aún ahora, la caridad y la beneficencia formaron parte del alma hueca de los ricos. Esas ayudas en forma de limosna dominical lavaban sus conciencias y les permitía estar a buenas con Dios. Décadas después ni eso.

Son los bancos de alimentos, los grandes supermercados y las asociaciones de los propios barrios pobres los que canalizan esa ayuda. Los servicios sociales de los ayuntamientos no pueden más. La crisis es más feroz que en 2008 y se pierde la vergüenza a mezclarse en una cola del hambre. Inconscientemente miro las caras de esa muchedumbre y me arrepiento de separar a extranjeros de españoles. ¡Malditos prejuicios! Borro esa visión y veo caras cansadas, arrugas causadas por el sufrimiento. Mujeres, muchas mujeres, que quedaron atrapadas en el limbo del trabajo en negro y ahora no pueden tramitar una mísera ayuda con la que podrían vivir (¿vivir?) unos días.

Dicen que de esta vamos a salir cambiados, que esta pandemia nos humanizará y nos hará ver lo vulnerables que somos. Viendo las imágenes no parece que vaya a ser así. Señoras con gabardinas de lujo pidiendo libertad y señoras ataviadas con su única vestimenta pidiendo comida. A las primeras les molestan las segundas, excepto si les limpian sus cocinas, cuidan de sus hijos y viven lejos de sus barrios. A las segundas no les molesta la existencia de esas “defensoras de la libertad”. De alguna manera les pueden dar de comer. Un círculo vicioso. La perpetuación de la caridad. Aun así, las ricas y los ricos preferirían la erradicación de la pobreza de un plumazo, sin ingresos mínimos vitales ni ayudas varias y mucho menos con impuestos a las rentas más altas. ¿Para qué? Dirían ellos. Los pobres van a ser pobres toda la vida. Nacieron para ser pobres, porque lo de que “la escuela perpetúa las clases sociales” no es un invento comunista, es la pura realidad. Entonces, dejemos a los pobres en su estado, en paz, en la paz del Señor. Hasta la Iglesia (no así el Papa) ha tomado partido por los y las guaperas acaudalados. A los pobres, ni agua.

Durante este período he ayudado a tres personas a solicitar la ayuda de 200 euros que dio la Generalitat de Cataluña. No sabían hacerlo. Me sobresalté al percatarme de que gente de mi círculo de amistades vivía con lo justo, sin capacidad de ahorro, esperando a cobrar cada mes para poder pagar suministros, para poder comer, y me alegré de que se la concedieran. Tenía conocimiento de esa realidad; no en vano, delante de la parroquia del barrio donde vivo se forman grandes colas todos los jueves en busca de ropa y comida. También del aumento espectacular de demandantes de comida en Sabadell, sobrepasando a las peticiones de la crisis del 2008. Pero quería apartar eso de mi mente. Pobres con dignidad que han acudido a mí en un estado de desesperación absoluta.

Por eso duele y mucho la revuelta de los adinerados, de los pudientes, de esos niñatos envueltos en la rojigualda, bien comidos y bien bebidos, que dicen defender los derechos constitucionales, los derechos de manifestación y la libertad. Esa palabra grandilocuente con la que disimulan sus carencias, su cinismo y sus miserias.

Son, en definitiva, los verdaderos miserables de esta historia llena de solidaridad, de facultativos que trabajan día y noche para salvar vidas, de aplausos a las ocho de la tarde y de muerte. Quizás deberían leerse la obra de Victor Hugo, aunque más bien creo que en su interior prevalecen más los golpes con palos de golf y cucharas de plata que la lectura. ¡Qué más da! Aunque quisieran adentrarse en la filosofía de Los Miserables nunca cambiarían de opinión.

Miseria humana de alta estirpe.

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